Pinganillos y canelos

La derecha española no entiende que el uso de los otros idiomas oficiales en el Congreso no rompe España, sino que la zurce

Borja Sémper

Borja Sémper / EFE

Joan Cañete Bayle

Joan Cañete Bayle

Un pinganillo en un escaño. El gesto de los diputados de Vox en el Congreso en contra del uso de todas las lenguas oficiales en el Parlamento fue brutal. Es un muera la inteligencia, es un vómito sobre millones de ciudadanos de esa España que tanto les duele, es un escupitajo en el rostro de quienes no son como ellos quisieran verse en el espejo: uno, grande y libre. El canelo de Borja Sémperfue insultante; el pinganillo de Vox fue amenazante, porque los Sémper de hoy son los Abascales de mañana. De hecho, algunos ya militan en el PP. No sé si Sémper hizo el canelo; sí sé que los suyos en el PP (conservadores a la europea, liberales, moderados, les llaman) hacen el pusilánime a diario. Maricomplejines, los bautizó uno de sus gurús.

Pocas frases hay en la sociedad española más equivocadas que la que dice que las lenguas no deben politizarse y que son herramientas para unir y para comunicar (que no hay que mezclar deporte con política sería una afirmación al mismo nivel). Si hay algo que lleva años, décadas, siglos, siendo politizado son las lenguas, como bien sabemos muchos catalanes hijos de la emigración que cada verano vivíamos las realidades paralelas de Cataluña y de nuestros pueblos. En Cataluña, la convivencia, mezcla y salto de catalán a castellano, y viceversa, se vivía en la calle con naturalidad; en el pueblo, el uso del catalán causaba no solo sorpresa, sino a menudo rechazo. Muchas veces te veías en Cataluña defendiendo el uso del castellano, y en Andalucía, el del catalán. De creernos la burbuja madrileña, cualquiera diría que hoy en España son minoría quienes consideran algo propio del país los otros idiomas que no son el castellano.

Cabe preguntarse cuál es la España del pinganillo y de los canelos, cómo es su prototipo de español. No feminista, de derechas, castellanoparlante, testosterónico y neoliberal son algunos de los rasgos que tienen en común los discursos de Vox y del PP. Vox va más allá (hombre, machista...), aunque, de nuevo, muchos en el PP son ya imposibles de diferenciar de sus compañeros del partido de extrema derecha escindido. La suya es una España gris, siempre enfurruñada, siempre en riesgo a causa de las malas artes de los malos españoles. La diversidad solo les cabe en su España como pintoresquismo folclórico, como una jornada de bailes y danzas regionales. No son conservadores, son reaccionarios. No son patriotas, son nacionalistas. Su amor por una España que no existe y que nunca existió excluye a millones de españoles.

Y en el caso de la extrema derecha actúan como los matones de la escuela. Se habla mucho, y con razón, de la superioridad moral de cierta izquierda, pero no tanto de la superioridad moral de cierta derecha, que se cree en posesión de la llave del baúl de las esencias: de la racionalidad económica, de la definición de la españolidad, de la lengua que hay que hablar para no hacer el canelo. El desprecio del pinganillo no lo es solo al sanchismo: es un menosprecio al idioma de millones de españoles. Si no les caben tantos canelos en su idea de España, ¿qué pueden hacer esos españoles? En 2017, muchos de ellos en Cataluña dijeron que romper con España. En Cataluña, en castellano, lo llaman «máquina de hacer independentistas».

Resulta agotador, a estas alturas, argumentar de nuevo que España no es Madrid y que se forma de fuera hacia el centro, y no al revés. Resulta triste explicar que los miles de euros que cuestan los pinganillos son baratos comparados con el valor simbólico y político del uso de todas las lenguas oficiales en el Congreso, y que si en algún sitio debería reconocerse el valor político y simbólico de las cosas es justamente en el Parlamento. Y resulta descorazonador que la derecha española no entienda que el uso de los otros idiomas no rompe España, sino que la zurce.

La derecha española debería responder a esta pregunta: si no se puede ser español hablando en catalán, vasco o gallego, ¿qué son quienes hablan estos idiomas? ¿Españoles a su pesar? ¿Malos españoles? En este caso, ¿cómo se les obliga a ser buenos españoles? ¿O a querer ser españoles? ¿Como dice Isabel Díaz Ayuso, «cortando el grifo»? ¿Y si aún así se niegan? ¿Metiéndolos en la cárcel? ¿Y si eso no funciona, qué? ¿Hasta cuándo? ¿Cuál es el límite? ¿Qué hay que hacer para que España deje de ser un país de canelos con pinganillos? José María Aznar tiene alguna idea. Y, así, su España se va haciendo más pequeña.

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