Sueños de verano

José Carlos Llop

José Carlos Llop

1)

El verano –o la vida entera, quien sabe– oscila entre la realidad y el sueño. El sueño de ser como no somos en invierno y la realidad más obtusa llamando a la puerta. Para proteger esa puerta es saludable retirarse de periódicos, televisión, radio e internet, que es la realidad a donde nos empujan a vivir y la gente se la cree. Es muy saludable, incluso, mantener apagado el móvil durante la mayor parte del día. Es saludable, por tanto, mantenerse apartado del mundo durante el verano, que ya nos enseñó el catecismo que el mundo es el primer enemigo del alma. Antes, a ese apartamiento –otra forma de cuidar el alma– se le llamaba veranear. Ahora no sé cómo llamar a lo que nos dejan y da cierta pereza gastar las reservas de voluntad en encastillarse o vivir al margen. Pero es necesario.

Leía el otro día en el Diario del otoño de 1982 de un escritor francés ya fallecido y desconocido en nuestro país: ‘no desestimar los tañidos de campana que propagan lo vano de creer en la eficacia democrática. Abundan las voluntades perversas que se las ingenian bajo una aparente inocencia en socavar las estructuras constitucionales’. ¿Les suena? Pero lo que llamó mi atención no fue tanto el paralelismo con estos tiempos de destrucción del bien común, como la palabra inocencia.

Nadie es malo o tonto salvo el que no piensa como uno –que por supuesto es inocente– y así vamos directos a la sordera política y como aperitivo olvidamos la Biblia –donde ya está todo– y convertimos en Babel el lugar de encuentro y entendimiento y un obispo aprovecha para denunciar –la universidad de verano como espejo narcisista– que le insultan por emplear su lengua materna. A eso se le llama aprovechar la coyuntura. Deberíamos preguntarnos si es esta la labor de un pastor de la Iglesia: ¿denunciar y azuzar la divergencia?

2)

Parece que también los museos han dejado de ser lo que eran, o van camino de hacerlo. Sus responsables hablan de lugar de lucha y nosotros sin enterarnos, en la convicción de que también el narcisismo los invade y la exclusión del diferente o de quien no aplaude, es norma. Los activistas los utilizan como lugar de denuncia: desde pegarse a un cuadro con superglú a cualquier otra estupidez, como cuando algún loco atacaba La Pietá o La Gioconda (o en versión local El Crist de La Sang). Me dicen que este verano se ha ido quien dirigía El Baluard en los últimos años y lo ha hecho convencida –por sus declaraciones en Diario de Mallorca–, de dejar el museo, tras su paso por él, ‘dentro del mapa internacional de museos contemporáneos’ (sic). Y nosotros, catetos, sin enterarnos. Y de paso ha aprovechado para arremeter contra ‘el modelo de Málaga, mercantil y turístico: un desastre’ (sic).

Desconozco si existe un modelo Málaga, pero lo que no existe –al menos de momento– es un ‘modelo Palma’ y a lo mejor el error está en lo de modelo. Recuerdo que hace décadas se llamó balearización al exceso de cemento y hormigón en la costa, pero el ‘modelo Palma’, si existe, no debe pasar de algún vestido y quizá algún utensilio de cocina, no sé. En cuanto a Málaga, es una ciudad viva, muy bien pilotada por su alcalde –que es eterno– y con el que confluyen las distintas instituciones –universidad incluida– las gobierne quien las gobierne. No se cultiva, como aquí, lo ideológicamente excluyente, ni existen –más allá de las antipatías personales, que debe haberlas, como por todo– taifas religiosas de esas cuya religión es cualquier cosa menos la religión. Y además del Museo Picasso –como aquí tenemos la Fundació Pilar i Joan Miró– tienen una sucursal del Thyssen dedicada al arte español, otra del Centro Pompidou y un museo de arte ruso que, hasta el estallido de la guerra en Ucrania, era extraordinario.

Podríamos hablar de la Cátedra Vargas Llosa y otros (Casa Brenan, como aquí Casa Graves, pero con publicaciones) y seguir perfilando lo que es el supuesto modelo Málaga. La ciudad –que conocí en el 72, a la que regresé en el 94 y he vuelto en un par de ocasiones de esta última etapa– ha cambiado que es un gozo verla. Pero, ay, participa, como muchísimas ciudades de Occidente, de esa otra voluntad que conduce a morir de éxito: exceso turístico descontrolado, fuerte incremento de precios inmobiliarios, etcétera… En fin, lo que ocurre en la mayor parte de ciudades europeas, especialmente tras la pandemia, que parece que el mundo se acabe. Eso es malo, vale, y un sálvese quien pueda, pero no da la impresión de que lo que está pasando tenga que ver con el arte, ya que de museos hablábamos.

3)

En verano se suele leer más que en ninguna otra estación. Uno de los libros leídos en éste que acaba es una verdadera delicia que recomiendo: La fi d’un món, de Climent Picornell. Fue el más vendido de la Fira del Llibre de este año y es memoria y testamento de la Mallorca interior y sus voces. La fi d’un món es un libro coral que ilumina la isla que conocimos y la isla que es ahora y que gracias a la literatura de Picornell –observadora, minuciosa, alegre, de gran oído, en la estela de Pla y el Bioy Casares de sus anotaciones diarísticas– no ha de caer en el olvido y nos hará sonreír, con complicidad amable, cada vez que acudamos a él. Especialmente, si queremos seguir sabiendo de nosotros y no de lo que nos cuentan sobre nosotros.

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