Oblicuidad

Arriba Ibáñez, abajo Walt Disney

Caricatura auténtica de Ibáñez, sin el embellecimiento artificial de Disney.

Caricatura auténtica de Ibáñez, sin el embellecimiento artificial de Disney. / Ferran Sendra

Matías Vallés

Matías Vallés

Disney cumple cien años, aunque parecen muchos más por su avasalladora invasión de nuestro entorno tras absorber a Marvel, Pixar, Fox o National Geographic. Se ha cumplido el feroz ensayo que el novelista Carl Hiaasen le dedicó a la franquicia, Equipo Roedor: Cómo Disney devora el planeta, un título digno del autor que compiló sus artículos periodísticos bajo la enseña de Pegando patadas. Y sí, también se cumple prácticamente un siglo de vigencia de Francisco Ibáñez, una multinacional española de un solo hombre, más cercano a Hiaasen que a Disney, creador de la inmortal propiedad vertical de 13, Rue del Percebe. Por no hablar del Groucho a la española, titulado Mortadelo.

Arriba Ibáñez, abajo Disney. Cada vez que bostezas en una sala oscura, estás consumiendo un producto edulcorado del tío Walt, con su enigmático «¿por qué tenemos que crecer?» Entre otras cosas, para liberarnos a la carrera de las garras de los herederos de Mickey Mouse. Frente a los productos gelatinosos norteamericanos, el trazo recio y solanesco de las desternillantes creaciones de Ibáñez. Es imposible deslindar a sus Pepe Gotera y Otilio de Rubiales, o al Botones Sacarino del negociante Gerard Piqué.

Ibáñez delineó a un país, pero ha necesitado morirse para ser elevado a los altares de la factoría cultural. España sigue enterrando muy bien, la gran frase de y para Rubalcaba. En cambio, la intelligentsia se pliega a la dictadura de Disney, al diagnosticar con The Economist que «es la mayor fábrica de cultura que el mundo ha conocido». En realidad, la única coincidencia sensata con Scorsese se cifra en su desprecio a las películas de superhéroes de la Marvel, meros «parques temáticos». Y recuerda, cuando pagas por ver uno de esos bodrios, estás financiando su secuela.

La caricatura auténtica de Ibáñez, la distorsión visual que simboliza ideológicamente su Rompetechos hasta los límites del mal gusto, cancela el embellecimiento artificial de Disney. Infantiliza a sus espectadores, y no solo a los adultos. Como en Estados Unidos siempre se puede empeorar, ahora hemos de defender al pato Donald porque Ron DeSantis, el gobernador de Florida que desafía a Trump por el liderazgo Republicano, se ha enfrentado a los guiños homosexuales de la fábrica de muñecos. Ponerse al lado del coloso Disney conforma una tesitura inesperada, ya advirtió H. L. Mencken que enarbolar la libertad de expresión obliga a defender a los mayores miserables.

Viva la desvergüenza de Ibáñez, porque el sinvergüenza era Vázquez. Gracias le sean dadas al cielo por habernos permitido nacer en un país que se ríe con los personajes descabellados de un navegante solitario, sin más tramoya que un dibujo excepcional, donde cada ser humano parece rubricado. La expectación que generaba la llegada periódica de sus entregas en papel no podrá ser igualada por ningún videojuego o superhéroe del imperio de vainilla de Disney.

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