Juramentos

Eduardo Jordá

Eduardo Jordá

El otro día, en la sesión de constitución de las nuevas Cortes, algunos diputados prometieron su cargo en catalán, euskera o gallego (lo que me parece muy bien), pero en algunos casos han usado fórmulas un tanto alambicadas o incluso grotescas. Íñigo Errejón, por ejemplo, prometió su cargo, mezclando castellano y catalán, «por la soberanía popular i la fraternitat entre els pobles, por la justicia social y la Tierra». Bien, fabuloso, nos alegramos de que prometiera su cargo por la Tierra y no por Vulcano o la galaxia de Andrómeda, pero esta fórmula resulta tan pueril que da risa. Sobre todo porque otros diputados -de Vox- han jurado «por España» (vaya por Dios), mientras que otros diputados de Sumar han prometido el cargo «por la democracia, la igualdad, los derechos sociales» o «por una España plurinacional y feminista». También, por supuesto, ha habido quien ha prometido el cargo «por la República» y quien lo ha hecho por «la lucha antifranquista» (¿estamos en 1964?). Y como viene siendo habitual desde hace muchos años, también han abundado las promesas «por imperativo legal». Pero las promesas más originales han sido las de los parlamentarios de Junts, ya que sus razonamientos entraban directamente en el terreno de la ficción especulativa de Ursula K. Le Guin: «Por lealtad a Cataluña, por el mandato del 1-O y comprometido con la defensa de los represaliados y exiliados. Por imperativo legal…». La sintaxis de esta fórmula, por cierto, parece redactada por un bot de inteligencia artificial fabricado por un chalado en una hamburguesería de Tailandia.

Hay gente que considera que estas fórmulas de prometer o de jurar el cargo de parlamentario son una muestra saludable de la pluralidad y de la diversidad de nuestro país. Y de hecho, estas fórmulas un tanto patafísicas (por decirlo suavemente) han sido avaladas por varias sentencias del Tribunal Constitucional. Bien, de acuerdo. Pero uno se pregunta si estas fórmulas, por muy legales que sean, no constituyen un agravio para el pobre ciudadano que sostiene con sus impuestos —cada vez más elevados, por cierto— el costosísimo tinglado de la democracia representativa. Si uno es elegido parlamentario, tiene la obligación de acatar la Constitución por muy en desacuerdo que esté con ella. Acatar la Constitución no significa aprobarla ni defenderla, pero sí significa aceptar sus procedimientos y sus normativas y las reglas de juego establecidas. De lo contrario, uno está haciendo trampa. Y si no está dispuesto a respetar esas normas —las normas, repito, no el espíritu de lo que dicen esas normas—, esa persona no debería estar autorizada a ostentar un cargo parlamentario. De lo contrario, estamos cayendo en una burla hiriente al sistema parlamentario. Y si bien se mira, estas fórmulas «alternativas» implican una visión infantiloide de la política. Son fórmulas de niños caprichosos que quieren jugar un partido de fútbol pero jugando a ser al mismo tiempo el árbitro y el delantero (y el público en las gradas).

Si en esta época de histérica polarización ideológica va aumentando continuamente la desafección hacia la clase política (vean lo que ha sucedido en la Argentina con el estrambótico Milei), es porque hay políticos que se creen autorizados a imponer su visión puramente infantiloide, lo que les impulsa a jurar su cargo «por España» o a prometerlo «por el planeta Tierra» o «por la lucha antifranquista». Son fórmulas retóricas que sólo pretenden marcar territorio según las reglas inapelables de la división ideológica. Un parlamentario es un representante de la soberanía popular, y sean cuales sean sus ideas, está obligado a respetar las normas del juego y a actuar dentro de la legalidad (con independencia de lo que opine sobre la esencia de esa legalidad). De lo contrario, ese parlamentario se convierte en un falsario. Y muy probablemente, en un fantoche, sobre todo porque se trata de un privilegiado que gana cinco o seis veces más que el trabajador medio que lo sostiene con sus impuestos. Son cosas que deberían ser evidentes para cualquiera, pero el concepto de «lo evidente» ya ha desaparecido por completo de nuestra época volátil en la que nada es lo que parece y todo puede ser reinterpretado y reasignado según nos convenga.

De momento, las cosas van bien, los restaurantes están llenos y el turismo lo está petando (pese al odio que despierta, sobre todo en Mallorca). Pero no conviene olvidar que la deuda pública está alcanzando niveles inasumibles y que la Seguridad Social (es decir, el dinero de las pensiones) está llegando a su límite. Los parlamentarios que sueltan estas sublimes boberías en las Cortes se creen muy listos y muy solidarios, pero en realidad están preparando el terreno para la llegada de un mesías estrafalario que pretenda ponerlo todo patas arriba con fórmulas mucho más simples y mucho más peligrosas. Y si no, miren lo que está ocurriendo en Argentina.

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