Lluvia

Eduardo Jordá

Eduardo Jordá

Anteayer, de madrugada, oímos un trueno y de repente empezó a llover. Después estuvo lloviendo durante una hora o dos. Fue una lluvia sosegada y casi tímida, la típica lluvia de verano. Me acordé de Rain on the Roof, que era una de las grandes canciones de los Lovin’ Spoonful, sabiendo que ya nadie se acuerda de los Lovin’ Spoonful en esta época delirante del reguetón y del autotune. Y de la lluvia, ¿se acuerda alguien de la lluvia que repiquetea en el tejado? Hace diez o quince años, una referencia a la lluvia no tenía ningún interés, pero ahora la lluvia se ha convertido en un fenómeno desacostumbrado, casi en un misterio de la naturaleza. La lluvia se ha vuelto impredecible y caprichosa. Se niega a aparecer durante meses, y cuando aparece, lo hace en forma de tempestades furiosas que destruyen todo lo que se encuentran a su paso. Me pregunto cuántos niños actuales recuerdan el sonido rítmico de la lluvia que gotea con parsimonia en la calle. Y en cambio, cuántos niños saben bien lo que significan las palabras DANA o gota fría o incluso ese concepto de cine de catástrofes que nombramos con las palabras «ciclogénesis explosiva».

Anteayer, cuando salimos a la calle, vimos a un niño que lucía unas refulgentes botas amarillas de agua. El niño chapoteaba feliz en un charco y reía sin parar. No creo que ningún parque temático, ya fuera Eurodisney o el Parque Warner o Port Aventura, le hubiera podido proporcionar a aquel niño la diversión que encontró en aquel charco en el que saltaba con sus botas amarillas. La felicidad es eso tan simple: un niño que salta en un charco con sus botas amarillas de plástico. Pero ahora mismo, muy pocos niños de menos de seis o siete años conocen bien lo que significa un día de lluvia tranquila con paraguas en las calles. Los niños han visto tormentas y vendavales, y han oído hablar de riadas y de tornados, y han recibido toda clase de informaciones apocalípticas sobre el cambio climático, pero apenas han podido experimentar esa emoción primigenia de saltar en un charco bajo una lluvia leve de verano. De ahí, supongo, la alegría de aquel niño de las botas amarillas.

«Benditos son los muertos sobre los que llueve la lluvia», escribió Edward Thomas en uno de sus poemas, en 1916, cuando estaba en un campamento de instrucción para soldados ingleses que iban a luchar en la Primera Guerra Mundial (de la que nunca regresó: una bomba lo mató el primer día de la batalla de Arras). Pero un año antes de morir, Edward Thomas estaba en un barracón cuando empezó a llover, y el sonido de la lluvia -que hace un siglo era un sonido familiar y no extemporáneo- le inspiró ese poema sobre la lluvia que caía sobre los muertos. «Pero ahora rezo para que ninguno de los que amé/ se esté muriendo esta noche o yazga aún despierto/ y en soledad, escuchando la lluvia», decía ese poema, que en mi opinión es uno de los mejores poemas que se han escrito jamás sobre la lluvia (lo cito en la traducción de Ben Clark). Scott Fitzgerald quiso rendirle un homenaje a este poema de Edward Thomas. Y en el funeral del gran Gatsby, que es enterrado bajo la lluvia tenaz de un día de finales de verano, alguien que no sabemos quién es murmura: «Benditos los muertos sobre los que cae la lluvia». «Amén, y que así sea», le responde otra voz. Y ya que estamos, la escena del entierro de Gatsby es una de las mejores escenas con lluvia que se han escrito en toda la historia de la literatura.

En estos tiempos de política tempestuosa, donde todo es griterío y agresividad y propaganda histérica, la lluvia de verano nos recuerda que hay otra forma -mucho más educada y pacífica- de hacer las cosas y de concebir el debate político. No es raro que justo ahora, cuando se han perdido por completo las formas e impera el tono matonesco y el desprecio indisimulable hacia el adversario, la lluvia amable y pacífica de verano se haya convertido en una experiencia inusual que casi nos resulta incomprensible. Es como si ya hubiésemos dicho adiós a una época, de la misma manera que hemos olvidado el sonido tranquilizador de la lluvia en el tejado. Preferimos el ruido, la amenaza, el desplante, el menosprecio. Preferimos tensar la cuerda al máximo para partir el país en dos bloques irreconciliables. Preferimos el caos de las tormentas incontrolables antes que el ritmo benigno de la lluvia que cae de madrugada. Preferimos lo destructivo, lo nocivo, lo maligno. Y la lluvia, esa lluvia tranquila y confiada que cae inesperadamente en un amanecer de agosto, ya sólo puede llover sobre los muertos. Los vivos vamos a tener que acostumbrarnos a la sequía. Y al odio.

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