Los incalculabes beneficios de los vínculos entre generaciones

Myriam Z. Albéniz

Myriam Z. Albéniz

Existen numerosas razones -éticas, religiosas, políticas o de otra índole- que pueden conducirnos a llevar a cabo una labor de voluntariado. Por ello, las modalidades de colaboración resultan también muy diversas, teniendo en cuenta que en este mundo sobreviven multitud de seres humanos desfavorecidos. Con la finalidad de cubrir tantas necesidades, surgen iniciativas destinadas a poner en contacto a esas personas dispuestas a entregar parte de su tiempo y de su dinero con aquellas otras susceptibles de ser ayudadas. Aun así, no faltan quienes se frenan ante este tipo de causas, en el convencimiento de que sólo sirven para hacer el caldo gordo a los gobernantes, resolviéndoles unos problemas que, en puridad, pertenecen a su exclusiva competencia. Consideran injusto que sea la sociedad civil la que saque las castañas del fuego a unos responsables políticos incapaces de gestionar con cabeza y corazón los dramas de una cada vez más inmensa ciudadanía afectada por la crisis, la enfermedad y la vejez.

A mi juicio, y dejando a un lado las excusas, poco importa la edad, la formación académica o la experiencia previa cuando sobran voluntad e ilusión para actuar en beneficio de la comunidad. Me gustaría, pues, centrar de nuevo mi atención en la promoción de los vínculos intergeneracionales entre los diversos sectores de la población, y más concretamente entre los que representan la senectud y la juventud. Cientos de millones de habitantes de nuestro planeta superan ya los sesenta y cinco años, y miles de estudios confirman la importancia que, para su salud física y mental, comportan las relaciones personales y familiares. Sin embargo, no es en absoluto infrecuente que se vean abandonados a su suerte, entendiéndose ese concepto de «abandono» en un sentido amplio. Debe resultar profundamente doloroso tener la sensación de ser un estorbo, de estar amortizado, de no poder aportar tanto bagaje atesorado. Para su desgracia, afrontan irremediablemente la última etapa del camino en soledad, a veces en su domicilio, a veces en una residencia, a veces en un centro sociosanitario, a veces en la calle. Desde ese momento su autoestima se resiente, el grado de vitalidad desciende y el nivel de tristeza aumenta, sobre todo si, además, sus descendientes, por circunstancias más o menos justificadas, no les acompañan como sería deseable.

Abundando en esta idea de concienciación sobre la enorme valía de la denominada Tercera Edad, han surgido en los últimos tiempos algunos proyectos encaminados a que este grupo social recupere su status de preeminencia en lo relativo a vivencias, valores y conocimientos y que consisten en impulsar nexos de unión muy provechosos entre infancia, adolescencia y ancianidad. Sus promotores se encargan de realizar una selección y de proporcionar una formación básica. A partir de ahí, se establecen afinidades y se detectan perfiles comunes que aseguran idéntica respuesta a unos mismos intereses y garantizan así el éxito de la tarea. El objetivo no es otro que establecer amistades duraderas basadas en el afecto, la confianza y el respeto mutuo. Para una de las partes se palía la soledad y la sensación de aislamiento, mientras que para la otra se fomenta el aprendizaje y el compromiso social.

Se trata de chicas y chicos que requieren de una sensibilidad y una empatía superiores, pero la misión bien vale el esfuerzo. A veces, comparten actividades y conversaciones. A veces, se dedican simplemente a escuchar historias del pasado, a dar ánimos y a entender los sentimientos de miedo y pena. Y es que, aunque el futuro se halle en sus manos, sus veteranos interlocutores son los auténticos depositarios de una herencia de sabiduría, acumulada década tras década, y lista para ser custodiada. Obviar que una sociedad progresa y avanza en la medida en que todos sus integrantes cuentan, suman y se sienten parte insustituible de ella es un grave error que no podemos permitirnos el lujo de cometer.

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