La espiral de la libreta

Aforismos y otras maneras de arder

Olga Merino

Olga Merino

Acaban de regalarme un libro friki que viene ligero, sin exigencias, abierto tanto a una tarde de butaca, como a acompañar en el metro o el bus. Un libro de frases brevísimas, para pensar, sonreír o dejarlas fluir como el agua del grifo, ocurrencias que el poeta gaditano Carlos Edmundo de Ory (1923-2010) bautizó como ‘aerolitos’. Sentencias profundas («la humanidad es el método de Dios») o bien candorosas («me gusta más la verdad que un huevo frito»).

Pero están todas las que escribió Ory, un extravagante que habitó en los márgenes, 2.450 chispazos recogidos en un solo volumen por editorial Firmamento, fundada hace un par de años por Javier Vela y María Alcantarilla, con la proa enfilada hacia textos innovadores, poco ortodoxos, en ocasiones desatendidos, funámbulos del canon.

No siempre se necesita un torrente de palabrería para dar en la diana. A veces, en contadas ocasiones, nacen frases redondas como panes, autosuficientes, fósforos que arden con un resplandor cegador aunque efímero. Algunos escritores están especialmente dotados para esas píldoras que se conocen como aforismos. El físico y profesor Jorge Wagensberg, por ejemplo, solía acertar con puntería de francotirador («El insulto busca la ofensa y apunta a las personas; la libertad de expresión apunta a las ideas y busca la crítica»).

Dicen los que saben que esta modalidad literaria atesora dos milenios de antigüedad, en la forma de epigramas, máximas, adagios o proverbios, y que resplandeció entre los moralistas franceses del siglo XVII, en los salones nobles como pasatiempo mundano.

Luego, cada cultivador del género lo ha hecho suyo a su manera, dándole nombres distintos: polen (Novalis), flechas (Nietzsche), membretes (Oliverio Girondo), escolios (Nicolás Gómez Dávila), pecios (Ferlosio), greguerías (Ramón Gómez de la Serna), aflorismos (Castilla del Pino) o minimás (Carmen Camacho).

En cualquier caso, se trata de frases cazadas al vuelo, destellos de lucidez que combinan o frecuentan hondura de pensamiento, filosofía, poesía, humor, algo de ciencia e intuiciones visuales de las artes plásticas. Desde luego, las mejores encierran cierta dosis de mala leche, un pellizco.

Desde principios de este siglo, el género hiperbreve vuelve a gozar de una salud atlética. Vivimos tiempos hipersónicos, hambrientos de certezas, que propician el pensamiento fragmentario, espoleado las redes. Tiempos en que, como apunta la poeta Erika Martínez, el capitalismo tardío se regodea en la fórmula brevedad + eficacia = rentabilidad.

Tiempos demasiado líquidos para los que bien vale un aforismo de Juan Ramón Jiménez: «Si queremos ser felices, no vayamos nunca tras lo que se va. Quedémonos siempre con lo que se queda».

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