Vida frente a ideología

Eduardo Jordá

Eduardo Jordá

Ayer, en plena jornada de reflexión, se celebró una boda. Supongo que no hay nada de particular en un hecho así: por fortuna, la gente todavía se casa y tiene ganas de celebrarlo. De hecho, ayer debieron de celebrarse centenares de bodas a lo largo del país (el amable señor Google me sopla que cada día se celebran 380 bodas, casi todas civiles). A pesar del pesimismo, a pesar de las paparruchas que difunden nuestros intelectuales nihilistas (el poliamor, el odio a tener hijos, el peso insoportable del patriarcado, el miedo al compromiso sentimental), todavía hay gente que tiene la osadía de casarse. Sabemos que esas parejas (homosexuales o heterosexuales, aclaro) son pocas en comparación con otras épocas y que el número va decreciendo, pero sigue habiendo gente que se casa. «El matrimonio es al amor lo que el vinagre al vino», decía el cáustico Lord Byron, amante desquiciado que quizá nunca llegó a amar a nadie (salvo a sí mismo, claro está). Pero hay gente que asume que la vida es eso: pasar del vino al vinagre. Y aceptarlo. O mejor aún, conseguir que el vino no se agrie o incluso llegue a saber mejor con el paso del tiempo. Quizá sea eso lo que llamamos alcanzar la edad adulta.

Bien, el caso es que estuve pensando en los asistentes a esa boda de ayer mientras miraba a mi alrededor. Como conozco a los asistentes, sé que había votantes del PSOE, votantes de Vox, votantes de Sumar y votantes del PP. Imagino que también habría algún abstencionista y algún votante en blanco. Pero allí estaban todos juntos, bailando y comiendo y brindando con las copas en alto. En contra de las mentiras constantes que difunden nuestros politólogos y activistas -para ellos, la virulenta militancia política está predeterminada en el ADN-, allí no había brazos en alto ni puños en alto, sino amistad, camaradería y buen humor. Vi a uno de Vox bailando con una votante de Sumar y no me pareció que fueran a partirse el cuello a garrotazos, sino más bien todo lo contrario. Cada uno sabía lo que el otro pensaba -se conocen bien-, pero eso no impedía que salieran juntos a la pista de baile cuando el DJ ponía una rumba psicodélica de Bambino. Según los mandamientos de la ciencia política que se enseña en nuestras universidades, aquello debería ser una auténtica batalla campal: fascismo contra antifascismo, libertad contra barbarie, partisanos contra matones y escuadristas, pero lo que se veía en la pista de baile desmentía todos esos prejuicios. Lo único que se veía en la pista de baile era química, y de la buena. Y sensualidad. Y muchas ganas de pasárselo bien.

En esta legislatura se nos ha intentado imponer una visión puramente activista de la vida política -y peor aún, de la vida cotidiana-, pero me temo que las ideas que seducen a los intelectuales y a los politólogos se diluyen en las pistas de baile y en las reuniones familiares y en todos los lugares donde aflora la eterna carnalidad de la condición humana. Las frías abstracciones de nuestros Robespierres y nuestros Lenines seducen a los intelectuales intoxicados por la ideología (y el poder: en todo intelectual vive un legislador autoritario que quiere ejercer el poder absoluto), pero esas abstracciones no tienen arraigo en el pueblo llano que prefiere la vida ondulante con sus contradicciones y sus bodas y sus neveritas en la playa repletas de cerveza fría y de rajas de melón. La vida reniega de la ideología. La vida se opone a la ideología. La vida, en realidad, odia la ideología.

Lo digo porque en las elecciones generales de hoy -más que en cualquier otra que yo recuerde- se plantea un enfrentamiento a cara de perro entre la vida y la ideología. Según los mandamientos de la ideología, el adversario no tiene derecho a formar parte del «hábitat» político. Es un intruso, un indeseable, una especie de virus que debe ser eliminado al precio que sea. Si hay que mentir y manipular, se miente. Si hay que convertir el gobierno en una prodigiosa maquinaria de esparcir mentiras, se hace. Todo vale con tal de exterminar al adversario. Y eso es lo que nos proponen nuestros intelectuales de guardia. El intelectual es por definición una triple combinación de mandarín ideológico (siempre quiere estar cerca del poder académico y político), de santurrón moral (siempre alardea de ser buena persona) y de policía secreta (siempre está dispuesto a denunciar a alguien). Pues bien, lo que quieren esos intelectuales al servicio de la ideología es esparcir el odio, el activismo, el dogma. Por supuesto, siempre se disfrazan con esa engañosa mermelada sentimental que simula defender el amor y los cuidados y las sonrisas fraudulentas. «Tienes que amarnos», nos gritan, «porque si no lo haces te destruiremos». Y frente a ellos está la vida que no sabe nada de ideologías ni de dogmas de fe, esa vida contradictoria, sudorosa, fea, carnal, impredecible. Esa vida que sale a la pista de baile a pesar de las diferencias políticas. Esa vida que brinda y ríe y canta a voz en grito. Esa vida que no se rinde jamás.

Veremos quién gana, pero yo tengo muy claro que no será la ideología.

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