Resurrección

Javier Puga Llopis

Javier Puga Llopis

Hace unos días conocimos la noticia, entre grotesca y milagrosa —suelen ir de la mano—, de la resurrección de una mujer ecuatoriana de 76 años. La señora, de nombre Bella, dada por muerta, se encontraba en su ataúd camino del más allá, cuando de pronto recobró el resuello y golpeó la tapa de la caja —por dentro, se entiende—, para pedir auxilio. Ocurrió un martes. Hasta ahora las resurrecciones sucedían en domingo, para empezar bien la semana. Este tipo de alardes paranormales sólo se dan en lugares prestos al realismo mágico. No se tienen noticias de humanos redivivos en Majadahonda o Sant Cugat del Vallés, por decir algo. Debe de ser cuestión de renta per cápita. Este asombroso episodio —¡larga vida a Bella!— me recordó a otro similar al que asistí. Fue un metisaca con la muerte a bordo de un avión de una compañía árabe de dudosa reputación. Volábamos de El Cairo a Sana’a, en Yemen. Son muchos los yemeníes que viajan a El Cairo para tratarse médicamente. A menudo, las traseras de esos aviones parecen el vagón de tren que transportaba a El paciente inglés por la campiña toscana, pero sin una Juliette Binoche haciendo de crocerossina y tomando la mano corrupta del soldado moribundo en su trance. Allí se apilaban los enfermos, sobre los asientos reclinados de la fila 30, envueltos en sus almalafas y sudarios de doliente. A menudo llevaban la cicatriz del bisturí todavía fresca y a la vista, y la vía enchufada en vena. De pronto, uno de esos hombres que se debatían entre esto y aquello, dejó de responder a estímulos. Un azafato lo intentó reanimar, primero con tacto, luego a tortazo limpio. Nada. Lo cierto es que aquel viejo traía mala cara, amarillo ictericia. Se le hizo el boca a boca más tímido de la historia de los primeros auxilios, con ese tiento escrupuloso con el que todos nos hemos acercado alguna vez a pliegues ajenos y todavía desconocidos. Al cabo, se le dio por finado, sin Fatiha ni responso, y se sacó corriendo el carrito de las bebidas para impostar normalidad. Circulen, circulen. Eran las tres de la mañana, y el resto del pasaje pensamos a una que aquello era una pena, pero que no eran horas, y rezábamos no tanto por su alma ya peregrina como por haber cruzado el punto de no retorno, para que el avión nos llevara a destino y nos libráramos de aquel mal fario. En cuestiones de aviación civil nos volvemos muy poco civiles, la verdad sea dicha, pero viajar con un muerto a bordo, de cuerpo presentísimo, no es plato de gusto. No había whisky con lo que bajar aquello, por tratarse de una compañía halal. En un momento dado, mientras sobrevolábamos La Meca, el tipo, al que el azafato había cerrado los ojos con solemnidad low-cost y al que había tapado con una de esas mantas sintéticas de viscosilla, decidió volver a este mundo mediante un atronador estertor de vida. Todos saltamos de pronto en nuestros asientos, pensando que el retornado se iba a tomar venganza, como un zombi subido de fentanilo, por nuestra falta de solidaridad y conspicuo egoísmo viajero. Sin embargo, se incorporó soñoliento, se sacudió la muerte de encima como quien se quita las migas de un cruasán de las solapas, y pidió una cocacola. No se ensañó con nadie y esbozó una leve sonrisa pasado el sofoco, como quien se despierta tras quedarse traspuesto viendo el Tour. Aquello era Poe y García Márquez todo en uno. Había pese a todo algo poético en revivir sobre La Meca, a 30.000 pies sobre la Mezquita, algo místico en ese acercamiento en avión al reino de los Cielos, en rozar con la punta de los dedos el rostro solícito de las huríes, para al poco pegar la vuelta y volver al de los hombres, mucho más banal, pero sin duda más familiar. El Paraíso tiene de malo que nos lo pintan muy bien, pero se conoce mal, y hay mortales a los que lo bueno por conocer no les compensa el viaje.

*Bella Montoya falleció días después del envío de este artículo por el autor.

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