Oblicuidad

Bob Dylan cantando a sus nietos

Le importamos un pimiento, no lo hace por nosotros. | REUTERS

Le importamos un pimiento, no lo hace por nosotros. | REUTERS / por Matías Vallés

Por Matías Vallés

En Bob Dylan culmina el desprecio olímpico del mito hacia sus fanáticos. Le importamos un pimiento, no lo hace por nosotros. Ni escribir, ni componer, ni grabar, ni actuar. Su carrera obedece a una lógica que nunca desvelará y que nadie descifrará. Tampoco perseguía, pese a haberlo logrado, ofrecer más conciertos que la suma de U2, Springsteen y buena parte de gigantes contemporáneos.

Bob Dylan es él, y ninguna circunstancia orteguiana puede alterarlo, mucho menos atraparlo. Si hubiera muerto veinteañero, en el accidente con su moto Triumph que lo expulsó del mundo a mediados de los sesenta, sería Bob Dylan con las mismas credenciales de genio que hoy le adornan. Si solo hubiera escrito los cuatro discos de Bringing it all back home, Highway 61 revisited y Blonde on Blonde de 1965-66, seguiría siendo el más grande de su oficio. Y conste que no se desprecian sus aportaciones en los setenta, en especial los herejes que consagramos a Desire como su mejor álbum.

Por tanto, la infinita gira actual consiste en Bob Dylan cantado a sus nietos. La mayoría de sus espectadores no habían nacido cuando compuso sus obras maestras, el ritual equivale a acudir a la exposición de Vermeer. Todos los dylanómanos somos disidentes, esa discrepancia permite concluir que nadie se levantaría del sofá para escuchar una recreación en vivo de su último disco, Rough and rowdy ways, ni aunque lo interprete el propio autor. Los feligreses acuden por tanto a zambullirse en sus glorias pasadas, de las que se ha desentendido al confeccionar su repertorio.

Dylan habita la cumbre en que la dimensión del artista aplasta las divergencias, o en que has pagado demasiado para decir que te ha decepcionado su concierto. Reparen sin embargo en el énfasis puesto en la requisa de los teléfonos móviles de los espectadores, un detalle más relevante que las canciones encadenadas. Cuesta presumir de haber atendido a un concierto dylaniano sin Like a rolling stone, la canción más importante de todas las historias.

Dylan nunca ha interpretado un tema de la misma manera, un hábito que llevó al extremo en sus conciertos en el Budokan, aderezados con un tono japonés que recordaba a Marlon Brando en La casa de té de la luna de agosto. Desde el abucheo multitudinario por la traición eléctrica en Newport, o de los gritos de «Judas» en sus conciertos de Londres, el monstruo impasible vive al margen de la reacción de sus audiencias.

Nada detiene a Dylan, a quien el corazón estuvo a punto de estallarle un cuarto de siglo atrás. El juglar y bufón de Rolling Stone se refugia hoy en su Filosofía de la canción moderna, donde ejerce de crítico desprejuiciado y sin compromisos. Nietzsche ya dejó dicho de Wagner, el penúltimo Dylan, que «compendia la modernidad».

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