Una buena historia

José Carlos Llop

José Carlos Llop

Ahora ya es de dominio público que, en la película de Orson Welles, Ciudadano Kane, aparece un mallorquín, el actor y cantante Fortunio Bonanova –nacido José Luis Moll y natural de la barriada de Génova–, pero hace cincuenta años, lo sabíamos muy pocos y eso nos hacía más gracia aún. Entre los de mi generación, Eduardo Jordá y yo fuimos apóstoles de Bonanova –o apóstoles de la buena nueva– desde muy a principios de los 70 y fueron bastantes los sitios –artículos, prólogos, capítulos de libro– donde nos esforzamos en nuestra tarea, que dio sus frutos. Poco a poco ya fue, repito, de dominio público e incluso una caja de ahorros llegó a publicar un anuncio con la imagen del actor luciendo mallorquinidad cosmopolita, a finales del XX.

Pero en Ciudadano Kane, Mallorca no estuvo sólo en la presencia del gran Fortunio como profesor de canto de la amante de Kane. Hubo más y tuvo que ver con Xanadú, la villa que construye el magnate –en paralelo a su modelo original, William Randolph Hearst– con piedras y sillares de claustros románicos, castillos medievales y patios góticos. Y ahí, también estaba Mallorca sin aparentarlo. Uno de los libros más apreciados por los bibliófilos locales durante el siglo pasado, era Majorcan Houses & Gardens –1928–, del matrimonio Byne, Arthur y Mildred Stapley Byne. Y hubo otro de patios y rejas andaluzas, y otro más de muebles y otro más aún de mansiones provinciales, firmados todos ellos por ambos. Las cubiertas del mallorquín eran encarnadas; la del andaluz, azules; las demás no las recuerdo.

Pero aquí hay una historia al margen de la bibliofilia. Los Byne catalogaron edificios e iglesias, pero da la impresión de que también eran agentes de algunos magnates norteamericanos dispuestos al saqueo, que construían sus mansiones levantando piedra a piedra distintos monumentos de la arquitectura europea antigua y reproduciéndolos después en casa. Catalogar el patrimonio para seleccionar esas piezas, comprarlas después por dos duros y llevarse la antigüedad a la nación moderna fue labor de los Byne y otros. Esto ocurría durante el reinado de Alfonso XIII y ocurrió también al comienzo de la República. El éxodo de las viejas piedras, algo que siempre ha existido y así están ahora algunas corrientes museísticas reclamando lo que salió de sus países para que se lo devuelvan: desde los frisos del Partenón al busto de la bella Nefertiti. Pero aquellos, digamos, latrocinios, no eran tales porque alguien cobraba por ellos. No su valor real, pero sí un precio. Eran, por tanto, una forma de estafa del primer mundo hacia el tercero –estafa que salvó mucho arte de la ruina–, al que por otro lado, le importaba poco su patrimonio. En general, digo. Ocurrió con edificios civiles y con otros religiosos: los que tenemos una edad recordamos la moda en los 60 de las pantallas de lámpara hechas con pergamino de códices miniados: estaban en tiendas de lujo y con los años esa moda pasó: seguro que algún capellán o sacristán sacó sus pesetas por ellos.

Pero hablaba del Xanadú de Kane y Mallorca. De Palma, por ejemplo, voló el patio de Can Ayamans hacia la casa del magnate Hearst y tan contentos. Lo que da para una historia: la que quizá se ocultara detrás del interés artístico de los Byne, como refinados agentes expoliadores. Idea para un guión que regalo a quien quiera, ya que se ha hablado estos días de la venta, en los años 50, de una capilla románica, trasladada sillar a sillar hasta Estados Unidos. En ese momento, el presidente Eisenhower ya había visitado a Franco y se trataba, argumentan las crónicas de estos días, de estrechar lazos entre ambas naciones, vendiendo patrimonio incluso. Dos generales podían entenderse más que un presidente republicano y un dictador, parece. El argumento es raro porque Franco fue hijo de la Generación del 98 y las pérdidas de Cuba y Filipinas influyeron tanto en su personalidad como en su visión de EEUU, no muy halagüeña por cierto. El antiamericanismo español –que la izquierda esgrimió durante el franquismo y esgrime aún– nace también de ahí: del 98 y sus consecuencias, que fueron malas para el país y rebajaron su papel en la política internacional. Nace incluso –o se fomenta– sin ser conscientes de ello, del mismo franquismo. Recuerden: ‘si ellos tienen ONU, nosotros tenemos dos’ rezaba una pancarta en la plaza de Oriente. Un Bienvenido Mr Marshall más chusco, pero con raigambre histórica. En esto la URSS y la España franquista se daban la mano.

O sea que el expolio no parece que fuera una consecuencia del franquismo –como daban a entender los reportajes sobre la venta de esa capilla– sino de los tiempos. De todos los tiempos. Consecuencia tangencial del franquismo sí fue, por ejemplo, la implantación del templo de Debod en Madrid –procedente del valle de Asuán donde se instaló una gran presa– como agradecimiento de Nasser por la ayuda de España en su construcción y de esta manera el templo no se perdió sumergido bajo las aguas del Nilo. Ahí está, luciendo magnífico, donde antes estuvo el Cuartel de la Montaña y más atrás el escenario de los fusilamientos del 3 de Mayo, pintados por Goya. Y, en fin, que dure.

Postdata: una lectura para el verano (y para cualquier otra estación de cualquier año que venga): Voces al amanecer y otros relatos, de Clara Pastor, publicado por Acantilado. Contiene cuatro relatos, a cuál más refinado y sutil, donde la inteligencia y una gran sensibilidad –rasgos de su autora– forman un libro magistral. Como curiosidad local diré que la mayoría de sus páginas están escritas en Menorca. No se lo pierdan.

Suscríbete para seguir leyendo