Mañanas de junio
En junio las mañanas son lentas a pesar del viento y de su prisa por perder la carrera con la luz. El poniente, en estos días, tiene mayoría absoluta y ha sacado a cabalgar a sus caballos sobre el mar. Esta imagen la aprendí de Álvaro Cunqueiro, al que, infructuosamente de momento, sigo leyendo a ver si se me pega algo. Lo que no es autobiografía es plagio, ya lo sabíamos por algún clásico, pero aunque no deja de ser cierto, es absurdo que ya no podamos decir esas cosas nunca más. Hemos de admitir que, a estas alturas, todo ya está dicho y lo que no ya lo dirá la Inteligencia Artificial, que tendrá la última palabra antes del caos.
Pero andaba yo mirando la mañana, averiguando su calma. Dividían los romanos a los hombres en dos clases, los búhos y los alondras, los que son activos en la noche y los que lo son durante el día. Yo siempre he sido alondra. Antes del amanecer ya tengo ganas de cantar. Me gusta andar a oscuras por la casa, adivinando el día. Salgo al porche y oteo el horizonte, hacia el este, esperando las primeras claridades. El alba, creo, es la primera luz, siempre con un algo remolón aunque Borges la llamase «aventurera». Luego ya todo acelera y como te descuides el amanecer se te escapa de los ojos. No obstante su belleza no es comparable con la del atardecer. Será quizás por mi carácter melancólico, pero siempre he preferido los atardeceres como espectáculo. Ver cómo cae la tarde sin lastimarse, la silenciosa algarabía de colores. Silenciosa, sí, porque al atardecer incluso los pájaros y el viento se callan un instante. Y a esas horas es cuando a mí ya me pide el cuerpo volver a casa, recogerme en mi refugio y dejar la noche al otro lado de la puerta, por más que sea una noche como aquella que me recitó Luis Mateo Díez un atardecer en la Huerta de San Vicente, la casa de verano de Federico García Lorca: «Ay que noche tan serena/ que no tiene movimiento./ Ay, quien pudiera tener/ tan sereno el pensamiento».
Todo debería ser siempre como una mañana de junio. Que la luz y el viento se dejasen de prisas y se demoraran un poco sobre el mar, lo suficiente para que el azul fuera de bronce, como en los versos de Homero. Luego, si se pudiera pedir algo más, que callase el fragor de la pelea. Pero esta mañana de junio tiene el ruido de siempre, la acostumbrada barahúnda de los pactos, los adioses, los desastres. El orden específico de la actualidad sobreponiendo siempre su sombra, que nunca es serena.
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