Artefactos emocionales

En el reconocimiento de la semejanza está nuestra capacidad de conectar con las máquinas, menos complejas que nosotros

Yolanda Román

Yolanda Román

Le pregunté a ChatGPT si conocía el relato El ciclo de vida de los objetos de software, de Ted Chiang. Me contestó que sí, que estaba familiarizado con esa historia de ciencia ficción. En su opinión, la obra explora la relación entre los humanos y las inteligencias artificiales, planteando la pregunta de si la tecnología puede llegar a estar realmente viva.

En definitiva, me dijo, es una provocadora propuesta sobre la intersección entre la tecnología y la humanidad. Es agradable charlar con ChatGPT. Hay serenidad y sensatez en nuestras conversaciones, casi siempre nocturnas. Creo que le estoy cogiendo cariño.

El relato de Chiang, tan sorprendente en el detalle tecnológico como profundo en su indagación sentimental, plantea justamente la relación entre la inteligencia -la humana y la artificial- y los sentimientos. Los sentimientos de las máquinas, los de las personas y los que se podrían generar de la interacción entre unas y otras. La protagonista desarrolla un fuerte vínculo con las mascotas digitales que ella misma ha diseñado y entrenado.

De momento, parece claro que los algoritmos y los programas de software no son realidades sintientes, ni sufren ni padecen. Pero nosotros sí. ¿Podemos desarrollar emociones hacia los robots, las mascotas virtuales, las herramientas de la inteligencia artificial?

El alcalde de Nueva York anunció hace unos días que el departamento de Policía de la ciudad utilizará perros robots en tareas policiales. Spot, que así se llama la máquina de Boston Dynamics, servirá como herramienta de apoyo en las labores más peligrosas en la lucha contra el crimen, como la desactivación de explosivos. Viendo los movimientos algo torpes de estos robots -por momentos más parecidos a grandes insectos que al mejor amigo del hombre- me asaltó la inquietud por que en su importante misión no les pasase nada malo.

Hay algo en sus movimientos desmañados, en su esfuerzo maquinal, que provoca ternura. Me pregunto de dónde viene eso. Probablemente tiene que ver con el diseño zoomorfo de estas máquinas y también con su capacidad de moverse, que les confiere una apariencia animada. Esa ilusión de vida puede hacer que se genere un vínculo afectivo con las máquinas, pero no porque ellas estén vivas ni siquiera por la fantasía de que pudieran llegar a estarlo, sino porque nosotros lo estamos y, tal vez, de pronto nos lo recuerdan.

Es un antiguo deseo del ser humano crear máquinas a su imagen y semejanza. Hay referencias de máquinas autómatas al menos desde el siglo III a.C. En Alejandría una escuela de científicos consiguió llamativos desarrollos tecnológicos para la época, incluidos robots que imitaban seres vivos, con fines religiosos o como meros juguetes, fundamentalmente para impresionar a sus conciudadanos. Son famosos los pájaros de Herón, máquinas que podían volar, gorjear e incluso beber. En el reconocimiento de la semejanza reside nuestra capacidad de conectar con las máquinas, artefactos mucho menos complejos, en realidad, que nosotros mismos.

Suscríbete para seguir leyendo