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Daniel Capó

Sánchez se enfrenta al modelo andaluz

Las decisiones del gobierno andaluz sobre política fiscal han puesto de los nervios a la Moncloa. Andalucía, antiguo feudo socialista, no es Madrid; ni Moreno Bonilla es Isabel Díaz Ayuso. El tono moderado y las formas suaves de la Junta contrastan con la guerra cultural abierta por el PP madrileño. La música de fondo, sin embargo, es similar: la apuesta por una fiscalidad baja como modo de favorecer la inversión y de atraer empresas y patrimonios elevados. No supone una fórmula nueva, sino que –llevada al extremo– es la que explica el boom ininterrumpido de Irlanda –con su impuesto de sociedades al mínimo–, el tirón económico de algunos países del este o la espectacular recuperación de Portugal. Los impuestos bajos y la seguridad jurídica, unidos a buenas infraestructuras y a un capital humano aceptable, facilitan el éxito de estos modelos considerados menos intervencionistas y más favorables al desarrollo empresarial. Moreno Bonilla también vendió la idea de la simplificación burocrática para la apertura y mantenimiento de negocios, eliminando determinadas trabas y barreras de mercado. Se trata de una política claramente orientada al crecimiento y que parte de un principio básico: con la atonía no hay redistribución social ni programas de bienestar sostenibles en el tiempo.

Desde que llegó al poder, Pedro Sánchez se ha alineado en el campo opuesto al de estas políticas: la marcha de la economía se sostiene sobre todo en el gasto público, muy favorecido por los fondos europeos y por la laxitud de los límites que se han puesto tanto al déficit como al endeudamiento público durante los años de la pandemia. La inflación, ahora, se encarga de sostener las cuentas del Estado, disparando los ingresos y reduciendo el peso relativo de la deuda; pero consiste, sin duda, en un regalo envenenado: el precio a pagar será la subida acelerada de los tipos de interés y una recesión económica casi segura que traerá desempleo y cierres patronales. 

Son, en todo caso, dos modelos opuestos que enfrentan a la Moncloa con San Telmo –sede del gobierno andaluz– más que con la Comunidad de Madrid. Andalucía es el banco de pruebas del PP de cara a un futuro gobierno de Feijóo y a ningún observador le ha pasado desapercibido que el dirigente gallego haya designado al mallorquín Juan Bravo –exconsejero de Hacienda en la Junta de Andalucía– como su brazo derecho en asuntos económicos. Atento también, por vecindad geográfica, al experimento portugués –impulsado, curiosamente, por la izquierda–, Feijóo parece haber tomado buena nota de los aciertos y errores del gobierno lisboeta. Y, entre los aciertos, se encuentra sin duda una generosa fiscalidad. 

Europa se mueve en dos direcciones. Por un lado, parece haber dicho adiós a la austeridad, al menos de un modo relativo. Bruselas es consciente de que necesita invertir más en defensa, tecnología, ciencia, energía, economía verde, redes de transporte públicos, educación y competitividad. Y todo ello cuesta dinero. Por otro lado, el continente sabe de sobra que la atonía no es una solución y que tanto el envejecimiento como la pugna comercial con China y Estados Unidos requieren acelerar el crecimiento de nuestro PIB, en lugar de dejar caerlo. Y ahí ha empezado una lucha por llegar a ser el receptor neto de inversiones extranjeras. Bajar los impuestos en el siglo XXI constituye también una forma de modernización de la economía. 

Andalucía ha entendido esta nueva realidad mejor que el gobierno central. O eso parece. El éxito andaluz –si se confirma– puede convertirse en la avanzadilla del cambio, con una economía –la española– que se asoma a la debacle de una nueva recesión. De ahí los debates por recentralizar los impuestos e impedir que la sociedad española disponga de otro modelo con el que confrontarse y comparar.

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