El relevo en el trono británico por la muerte de Isabel II ha servido para poner de relevancia una vez más la importancia de Mallorca como tierra balsámica y de consenso, al menos en la esfera internacional. La isla sirvió de escenario para un reencuentro que se resistía entre los moradores de Buckingham Palace y la Familia Real española, tras haber declinado asistir a la boda del entonces Príncipe de Gales y ahora Carlos III con Diana de Gales por la afrenta de iniciar su viaje de novios en Gibraltar. La invitación a Marivent en 1986, que se repitió tres veranos más, permitió reconducir las relaciones e inspiró la afición pictórica del nuevo Rey, seducido por el paisaje valldemossí. En ese momento, Mallorca disponía de 174.359 plazas turísticas, frente a las 307.686 actuales, y 57 de alquiler turístico, que se han convertido en 103.339. La necesidad de mano de obra para atender al creciente número de visitantes, sumado al atractivo del Mediterráneo como morada de extranjeros, ha incrementado la población de la isla hasta rozar el millón de habitantes. El conjunto de las Balears ha experimentado en los últimos cincuenta años el crecimiento demográfico más grande de España y todavía podría albergar entre 350.000 y medio millón de personas más, con la normativa vigente en materia urbanística, fruto de desclasificaciones en planeamientos pasados todavía más expansivos. Seguimos creciendo, se recortan posibles desarrollos futuros.

Del vértigo de una isla sin turismo por la pandemia y los esfuerzos por atraer visitantes a un destino seguro con una economía en shock, se ha pasado a liderar la recuperación del empleo en España y a revivir el hartazgo de la saturación, especialmente en temporada alta. El malestar incomoda tanto que hasta Marga Prohens se ha visto empujada a reconocer que «todos hemos tenido sensación de saturación este verano». La declaración de la líder popular supone un giro en las filas conservadoras donde, sin mayores concreciones de momento, se abonan a la receta de «gestionar el éxito», también suscrita por la mayoría de hoteleros y por los socialistas. La presidenta Francina Armengol exhibe el acuerdo para regular la llegada de cruceros y la ley de Circularidad, pactada con los hoteleros y con unos socios que exigen a la vez decrecimiento, como ejemplos de acción política para «minorar las externalidades negativas del turismo». La saturación, como sensación o como realidad incontestable, ha entrado en el debate político por la «angustia residencial» de la que por otra parte ya hablaba el geógrafo Pere Salvà hace veinte años. Mantener el bienestar ciudadano y el atractivo turístico con un destino en condiciones sigue siendo el gran reto.