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Luis Sánchez Merlo

La espada de Bolívar

La poliédrica biografía del militar que promovió la liberación de Sudamérica en base al odio a España

Ilustración: La espada de Bolívar Pablo García

Un joven Simón Bolívar (Caracas, 1773), oriundo de una familia aristocrática y terrateniente, con larga tradición familiar de servicio a la Corona, era hijo de quien, a finales del siglo XVIII, ya sintió ciertas inclinaciones antiespañolas e independentistas, síntoma de lo que sucedía en el estrato social al que pertenecía, cansado del dominio español.

En 1800, con 16 años, huérfano de padre y madre, llegó a la capital de España para estudiar. Se relacionó con la Corte, experiencia que le haría desarrollar una profunda aversión hacia la política cortesana de Madrid, conoció al futuro rey —el infausto Fernando VII— con quien tuvo un encontronazo y al que después disputaría la independencia de la Gran Colombia (Venezuela, Colombia, Perú, Ecuador, Bolivia y Panamá).

Admirador de la Revolución Francesa y de Napoleón, estudió a los escritores de la Ilustración y el liberalismo. Ambicioso y mujeriego militante, conoció el calabozo —situado en el Palacio de Santa Cruz, actual sede del Ministerio de Asuntos Exteriores—tras batirse en duelo con dos guardias reales, por un lío de faldas.

Sentó la cabeza «estaba llena de los vapores del amor más violento y no de ideas políticas», casándose —tras dos años de noviazgo— con una joven aristócrata madrileña, en el barrio de Chueca.

Su mujer contrajo la fiebre amarilla y, tras ocho meses de matrimonio y dos años de noviazgo, murió. La primera y última mujer del «genio de la raza» —tal y como reza el cartel que señala la casa donde vivía la joven, en la calle Fuencarral de Madrid— fue tan decisiva que llevó a Salvador de Madariaga a afirmar que “este final súbito de la vida retirada y personal de una joven de veintiún años” ha sido quizá uno de los acontecimientos claves de la historia del Nuevo Mundo».

Para mitigar su pena, por muerte tan temprana, volvió a Europa y regresó por segunda vez a Madrid, donde unas palabras de Von Humboldt —geógrafo alemán— pudieron marcar su camino: «La América española está madura para ser libre, pero necesita un gran hombre que inicie la obra».

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El libertador —que se formó como militar en España, pero desconocía lo que era el honor— viudo prematuro se radicalizó, embarcándose en su cruzada independentista, aupado por una versión anglosajona, que nada tiene que ver con la realidad. Y así entró en la historia, como redentor de quienes ansiaban separarse de España, con la intención —agazapada— de acumular más riquezas y crear dictaduras con las que someter a los indígenas.

Con apenas 32 años llegó como exiliado a Jamaica, donde se dedicó a reflexionar sobre el porvenir de América Latina y la situación de la política mundial. Durante su estancia en la que fue posesión española, “Santiago”—después de que Colón llegara a la isla en 1492— dictó a su secretario la ‘Carta de Jamaica’, donde no existe una sola idea que no se vincule de modo estrecho con el odio a España.

El objetivo fundamental era atraer la atención de Gran Bretaña y del resto de las potencias europeas hacia la causa de los patriotas independentistas americanos.

Es el mismo documento que líderes —como los hermanos Castro en Cuba, Hugo Chávez y Nicolás Maduro en Venezuela o Evo Morales en Bolivia— han usado, en las últimas décadas, para atacar a España y calificarla de «opresora» y «genocida» por la colonización de América.

Para completar la biografía del general más influyente de América Latina, pieza fundamental en el movimiento que llevó a Sudamérica a librarse del yugo colonizador español, que duraba ya 300 años, recomiendo a mis lectores: Bolívar. Libertador de América, de Marie Arana.

La pintura de Ivan Belsky (1961), Firma del Decreto de Guerra a Muerte, inmortaliza la proclama: «Españoles y Canarios, contad con la muerte, aun siendo indiferentes, si no obráis activamente en obsequio de la libertad de la América».

En el cuadro del artista ucraniano, Bolívar es de los pocos personajes que no carga su acero y la espada (envainada y en una silla) aparece en un plano más secundario que Nevado, el mastín del libertador también elevado a mito nacional.

Sería suficiente con reproducir un pequeño fragmento de su manifiesto, como prueba de una vergonzosa ignominia histórica: Guerra a Muerte —contra españoles— dirigido a españoles y canarios: Para tener derecho a una recompensa, o a un grado, bastará presentar cierto número cabezas de españoles o isleños canarios. El soldado que presente 20 será hecho abanderado en actividad, 30 valdrán el grado de teniente, 50 el de capitán…

Karl Marx no fue compasivo con el «Libertador de la Gran Colombia» a quien llamaba «Napoleón de las retiradas», un militar mediocre, acostumbrado a asesinar en la retaguardia a inocentes de ambos bandos.

Murió a los 47 años de una tuberculosis pulmonar, dolencia desconocida entonces. Solo y traicionado por sus más allegados, pesaba 38 kilos y era atendido por un médico francés. Bolívar se despidió de la vida con medio país en contra. Había declarado la ley marcial en Colombia: sustituyó las autoridades civiles por las militares y suspendió las libertades elementales. «¡Ha muerto el Sol de Colombia!».

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Tras ganar las elecciones presidenciales de Colombia un antiguo guerrillero —genuino dignatario de la izquierda latinoamericana—

el presidente saliente, responsable de la organización de la ceremonia, negó la autorización que le había pedido el presidente entrante para que la espada del libertador formase parte del cortejo.

En la pelea de gallos, quien juró el cargo se salió con la suya, al dar su primera instrucción: ¡traer la espada!

Ilustración: La espada de Bolívar Pablo García

El jefe del Estado español desconocía que la exhibición de la reliquia desconocida y símbolo anticolonial formaba parte de la ceremonia y optó por no reverenciarla. Se quedó sentado, como el presidente de Argentina, al no considerarla un símbolo oficial de Colombia —donde los símbolos patrios son la Bandera, el Escudo y el Himno Nacional— y su exposición no figuraba en el protocolo. Por no mencionar la carga de provocación y ofensa hacia España.

Mientras el debate, atizado desde las esquinas más bolivarianas del cuadrilátero, resulta de baja intensidad, como una aguadilla en el verano español, el silencio espeso reina en Colombia, donde el forcejeo había discurrido entre militares buscando la espada de combate y guerrilleros escondiéndola.

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El episodio no dejó de ser una anécdota sin trascendencia, un sucedido —fruto de la improvisación— un error de protocolo, que no deja de ser munición —de los mismos a los que les parece admirable quemar la bandera española— con la que mantener viva la leyenda…negra.

El primer rey democrático de España realizó 60 visitas oficiales a 22 países latinoamericanos. El actual ha asistido, desde que era príncipe de Asturias, a más de 70 tomas de posesión de presidentes latinoamericanos —con independencia del sesgo ideológico de sus gobiernos, siempre que hayan sido democrática y limpiamente elegidos— en cumplimiento de su deber constitucional, como representante de nuestro país.

España no practica la cancelación, tan del gusto anglosajón, y la figura del urdidor de los principales movimientos de independencia del continente y encarnación del orgullo latinoamericano —desde el odio indómito a los españoles— tenga, además de innumerables calles y plazas en este país, hasta cinco aparatosos monumentos ecuestres.

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Séneca dijo que una espada nunca ha matado a nadie y sólo es una herramienta en manos del asesino.

Cervantes, más pegado al terreno, dejó, escrito: «Quien necio es en su villa, necio es en Castilla».

Dedicado a Marisa SM

(Valladolid, 1945-Vitoria, 2022)

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