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Juan Gaitán

EL RUIDO Y LA FURIA

Juan Gaitán

Un poco de silencio

Soy de los que creen que la cultura

(al menos la cultura cívica)

de un pueblo puede medirse

por su respeto al silencio

Ahora que nos llueve barro dos veces por semana; ahora que el caballo rojo de la guerra galopa por las llanuras donde nacieron las lenguas que hablamos; ahora que apenas nos alcanza lo que ganamos (los que tenemos trabajo) para subsistir; ahora que la ultraderecha se posiciona como opción válida de gobierno; ahora, digo, que el mundo es un lugar hostil, como siempre fue, pero más, echa uno de menos un poco, solo un poco de silencio.

Se ha hablado en estos días, casi en susurros, de la necesidad del silencio. Soy de los que creen que la cultura (al menos la cultura cívica) de un pueblo puede medirse por su respeto al silencio, por como ama el sonido de la nada, ese rumor mínimo que tararea el tiempo, y por cómo lo cuida.

Mi pasión por el silencio nació en una plaza del Sur, una plaza de casas pálidas donde ya no está mi sombra. Allí el silencio era hondo y frágil, como el comienzo del universo. Más tarde descubrí que hay también un silencio del mar que no es silencio del todo, sino un rumor de rezo que acompaña a la luz o que encamina hacia ella, y otro del campo, que surge de la tierra, de lo sencillo y lo necesario, y que tiene una intimidad de nido.

En mi mitología privada hay una Diosa del Silencio a la que dedico plegarias que nunca atiende. Sus manos y sus pies son como la sombra de una acacia. Muda de nacimiento, posee un delicadísimo oído. Vive en los objetos, que son formas maravillosas del silencio. Mi diosa es esquiva, pero le gusta hacerse notar en la música, a la que llena de intenciones paseándose por sus sonidos como una claridad repentina que, de pronto, todo lo explicase.

El necesario, imprescindible silencio. Lo requiero para escucharme, para saber de mí. Por eso tengo en mi casa habitaciones que guardan el silencio igual que hay muebles que guardan mi ropa despeinada. Son estancias donde acudo a conversar con los ancestros, a sentir su voz vieja y seca, lugares donde se ampara la sombra, ensimismada, porque a la oscuridad le afecta el ruido igual que al mar el viento. Y es que la penumbra, tan frágil siempre, es otro modo de silencio.

Alguna vez me he recetado a mí mismo buscar una ciudad donde al atardecer se haga el silencio y se eleve desde la tierra un fecundo sigilo que enmudezca a los pájaros y al viento. Una ciudad donde se eche la tarde sobre unas montañas de color violeta que no sean sólo paisaje, sino una sutil forma de melancolía. Es una tarea que no quiero demorar ya demasiado, que no se me haga tarde, como siempre.

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