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Daniel Capó

Alemania frente a Rusia

Está en juego el buen funcionamiento del motor alemán, basado en las exportaciones y en el suministro de energía barata por parte de su socio ruso

Uno de los misterios de la guerra entre Rusia y Ucrania es la ambigua postura de Alemania. Mientras los países del este, los escandinavos y los anglosajones mantienen un perfil alto en su apoyo a Kiev, y otros –como Italia– han ido basculando hacia posiciones más decididamente proucranianas, Berlín ha optado por nadar entre dos aguas. Por un lado, se ha mantenido firme en su crítica a Moscú y se ha sumado, con alguna reticencia, a la línea más dura de la Unión. Por el otro, en cambio, se ha negado -por el momento- a limitar la compra de gas ruso, del que depende su economía, pero también a financiar la guerra a favor del Kremlin. Está en juego el buen funcionamiento del motor alemán –tan exitoso durante estos últimos veinte años, aunque a costa de sus vecinos del sur–, basado en las exportaciones y en el suministro de energía barata por parte de su socio ruso. El predominio germánico en la zona euro sería inexplicable sin un diseño político que ha atenazado a los países menos productivos del Mediterráneo –Italia, España y Grecia–, asfixiándolos desde 2008 y sin que, a cambio, puedan acudir a la tradicional devaluación de sus monedas, lo cual les permitiría recuperar rápidamente la competitividad perdida. Los beneficiarios han sido los países fuertes del norte y sus vecinos más directos del este –la República Checa, Polonia y Hungría–, que han obtenido importantes inversiones en forma de industria de componentes destinadas a las multinacionales alemanas. Todo ello lo conseguía Berlín sin apenas involucrarse –por razones también históricas– en la costosa defensa europea y sin incrementar sus presupuestos públicos, lo que hubiera favorecido sus importaciones y, por tanto, facilitado los ajustes a los países del sur.

Se ha escrito mucho a favor de la prudencia de Merkel en todos estos años, pero la realidad es mucho más compleja y quizás no tan generosa hacia sus postulados. Como tampoco será tan benévola, me temo, con la posición de Gerhard Schröder, el anterior canciller, ni con su papel de lobista a favor de las energéticas rusas. Cuando Berlín decidió cerrar las nucleares, ¿lo hacía por razones de seguridad o porque les interesaba a las gasísticas rusas? Seguramente por ambos motivos. O, al menos, no resulta del todo contradictorio creerlo así. Porque, al final, la política necesita una coartada moral para ser aceptada por la sociedad.

Una lectura distinta nos permitiría intuir que quizás Alemania –su modelo económico– sea cautiva de una coyuntura endiablada que pasa en gran medida por la dependencia energética del gas ruso. Y ya no sólo es cuestión de preguntarse si puede permitirse un apagón energético, sino de si la zona euro puede permitirse una Alemania en estado de shock. Quizás entonces adquieran mayor verosimilitud las palabras de un asesor de Putin, Sergey Karaganov, cuando alertaba de que el mayor derrotado en esta guerra sería Europa y los principales beneficiados serían, en menor medida, los Estados Unidos y, sobre todo, China. A saber; aunque, desde luego, un conflicto largo y persistente no favorece en absoluto al relato alemán, que se verá forzado a continuar disculpando su doble discurso, mientras su economía –de la que depende todo el continente– continuará debilitándose. El siglo, nuestro siglo, no deja de escribirse con renglones torcidos e inquietantes.

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