Aveces la primavera empieza con una mala noticia, el triste fallecimiento de Madeleine Albright.

A lo largo de los últimos años ésta será la sexta vez que me refiero a ella en las páginas de este diario (La proyección del 11 de septiembre en las relaciones internacionales, Las últimas jugadas de William Clinton, Kofi Annan y las Naciones Unidas, Madeleine Albright, Algunas consideraciones que sí deberían apreciarse), sea por sus actuaciones en el campo de sus responsabilidades públicas, sea por su huella imborrable al anticiparse a la expansión de los derechos humanos mediante el intervencionismo internacional humanitario del que fue ferviente adalid («Ja sam Sarajevka»/»Yo soy de Sarajevo»). No se trata pues, la mía, de una obsesión sino más bien el reconocimiento de una persona que personificó, mejor que nadie, los valores humanos en momentos difíciles. Una autoridad moral, un carácter poco común en una vida entera dedicada al servicio público y sobre todo a la protección de los más vulnerables.

La suya fue una odisea repleta de sacrificios desde su nacimiento en Praga, judía checa, asesinados tres de sus cuatro abuelos en campos nazis, gaseados en Auschwitz; doble exilio primero a Londres (1939 hasta 1945, Hitler) y luego a EEUU (1948, tras el golpe de estado auspiciado por la URSS, Stalin) hasta culminar su trayectoria en la Secretaría de Estado US, en la cima de la sociedad norteamericana, admirada y respetada por todos. Entremedio, su doctorado en relaciones internacionales cursado en la Columbia University NY (cuya tesis versó sobre la Primavera de Praga) y profesorado en la Universidad de Georgetown WDC.

Su ascenso a la gobernanza fue paulatino y partió de su esfuerzo, de su prestigio e indudable brillantez intelectual. Su antiguo profesor en la Columbia U., Brzezinski, la reclutó para la administración del Presidente Carter y desde entonces fue un no parar hasta su nombramiento de embajadora US ante las Naciones Unidas y la Secretaría de Estado US de la mano del Presidente Clinton (cuya ratificación en el Senado fue unánime, 99/00, lo nunca visto); siguiendo así la tónica del Partido Demócrata captando para la administración a lo más granado de las élites universitarias (sobre todo la inteligencia académica del Este), cuyo precedente más destacado sería John Kenneth Galbraith que sirvió bajo las presidencias de Roosevelt, Truman y Kennedy, cuyas impagables memorias (Memorias: una vida de nuestro tiempo, Grijalbo, 1982, uno de mis libros de cabecera) nos permiten conocer el intríngulis de la gran depresión 1929 y la política del new deal, la supervisión del Plan Marshall para la reconstrucción europea tras la devastación de la guerra y el caos posterior, su lucha tenaz por los derechos civiles frente al mccarthismo y su caza de brujas (junto con Eleanor Roosevelt y Humphrey Bogart), su afinidad con Nehru durante su época de embajador US en la India o su enfrentamiento con el Presidente Jhonson por su decidida oposición a la guerra de Vietman y a la teoría del dominó.

Cerrando el paréntesis asoma una anécdota mallorquina (Con nombre propio, Crítica, 2000) a propósito de su amistad y reencuentro con Robert Graves en Deià donde descansó y disfrutó de la Serra de Tramuntana en aquel hotelito situado en la cumbre de la colina con precioso restaurante en terraza cubierto por un emparrado del que descolgaban flores de buganvilla de un intenso color fucsia (mi color preferido). ¡Quién me iba a decir a mí que tantos años después iba a coincidir con Galbraith, en lugar y belleza! Cosas de la vida.

Retornando a la importancia histórica de Albright (su legado) señalar su decisiva intervención en los Tratados SALT (control de armas) y Canal de Panamá, reactivando la cuestión palestina, firmando el Estatuto del Tribunal Penal Internacional (posteriormente retirada por George W. Bush al igual que Putin). Ferviente partidaria de la diplomacia multilateral, del cauce de las Naciones Unidas y del derecho internacional extensivo. Puso en marcha la política humanitaria tras los fracasos en Somalia y Ruanda preconizando (como hemos advertido al principio del art.) el derecho internacional humanitario permitiendo la intervención internacional en los asuntos internos de un Estado soberano cuando por éste se cometieran graves violaciones de los derechos humanos sobre la población. Que aducir como excusa absolutoria la soberanía de los Estados –para a la postre permitir la comisión de delitos internacionales- dejara de servir (Kosovo).

Hace un mes escaso escribió, en su columna del NYT, esas lúcidas y premonitorias palabras a punto de producirse la agresión rusa a Ucrania: «Putin está cometiendo un error histórico. No será como la anexión de Crimea sino como la ocupación soviética de Afganistán en los años 80 que provocará cuantiosos costos en vidas humanas y daños económicos». Que la resistencia ucraniana, el apoyo occidental, el reforzamiento de los Estados limítrofes, las duras sanciones económicas y su aislamiento en la comunidad internacional, impediría la consolidación de la invasión y su estancamiento.

Arrasar y asediar a la población civil de Mariúpol (como anteriormente hizo en Alepo, Siria) no constituye ningún triunfo únicamente demuestra que Putin ya tiene un lugar ominoso en la historia, igual quien ordenó el bombardeo de Gernika.

Para la humanidad Gernika es un símbolo universal que generó la paloma de la paz de Picasso.