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Eduardo Jordà

Intolerancia

La escritora Lucia Etxebarria lleva varios días defendiendo en Twitter el libro Un daño irreversible, de la psiquiatra Abigail Shrier, en el que se critican ciertas actitudes del movimiento trans que pueden poner en peligro a niños (y niñas) que se dejan arrastrar por la moda «trans» y empiezan a «transicionar» sin tener una idea muy clara de por qué lo hacen y sin la asistencia de alguien que les pueda orientar. Este libro no es una crítica al movimiento trans -esto es importante-, sino un estudio del daño que puede hacer cuando determinadas personas empiezan a tratarse hormonalmente -o incluso a someterse a operaciones quirúrgicas- sin saber las consecuencias que puede tener su tratamiento. Bien, el caso es que este libro ha suscitado reacciones brutales y se ha convertido en un objeto de odio indiscriminado. A Lucía Etxebarria la denunciaron y le suspendieron la cuenta en Twitter. Y lo peor de todo es que varios escritores se pusieron a aplaudir encantados. En vez de argumentar, en vez de oponer otras ideas a las ideas y los puntos de vista que defiende Etxebarria (y Abigail Shrier), simplemente quisieron que le cerraran la cuenta y la dejaran sin voz. Y curiosamente, esta gente que aprueba entusiasmada que le cierren la cuenta a una persona que defiende ideas antagónicas son los mismos que chillan contra la Ley Mordaza. Pero luego, claro, cuando se trata de aplicar una severísima ley mordaza contra un adversario ideológico, ellos la aplican con gran entusiasmo.

Lo llevo diciendo hace tiempo, pero tendré que repetirlo hasta que se me acabe la poca voz que me queda: nos hemos convertido en una sociedad de policías y soplones e inquisidores aficionados. Puede que Twitter no sea -por fortuna- un reflejo exacto del mundo, pero por desgracia lo que ocurre en Twitter reproduce la conducta y las actitudes de millones de personas, sobre todo las que están vinculadas a los círculos intelectuales, es decir, las supuestamente más leídas y más informadas y más tolerantes. Pues no, es justo lo contrario: parece que cuanto más informada y más leída es una persona, más intolerante se vuelve y más dogmática y más cerrada a toda crítica o toda reprobación.

El fenómeno, por supuesto, no es nuevo. En los años de la Segunda Guerra Mundial, George Orwell llevaba un registro de la enorme cantidad de trolas y estupideces que los intelectuales -sobre todo de izquierda, pero en realidad de los dos bandos- estaban dispuestos a tragarse con tal de ver refrendados sus prejuicios y sus ideas previas. Un día, por ejemplo, Orwell leyó un artículo muy sesudo en el que un intelectual analizaba el desembarco en Normandía como una maniobra del imperialismo yanqui para imposibilitar una inminente revolución socialista en Inglaterra. El diagnóstico de Orwell es igual de válido hoy en día: «Hay que pertenecer a la élite intelectual para creerse esta clase de simplezas: ninguna persona de la calle podría ser jamás tan idiota».

Esa alianza terrible entre la idiotez (supuestamente refrendada por el prestigio intelectual) y la intolerancia más visceral y más dogmática es la que se ha adueñado de nuestra sociedad. No se admiten ideas, no se discuten las propuestas y todo se impone como si fuera un dogma que no admite réplica. En realidad, hemos regresado a los tiempos siniestros de la escolástica, en los que una minoría de clérigos -ahora reconvertidos en intelectuales- dictaminaban qué era lo que se podía decir y qué era lo que no podía discutirse porque era «dogma sagrado». Y las consecuencias las vemos cada día. Se toman decisiones sin saber qué consecuencias van a tener. Se crean leyes confusas que crean vacíos legales o que hacen muy difícil su aplicación. Y se toman decisiones que parecen muy bellas y muy hermosas pero que a la larga afectan de forma muy negativa a la mayoría de ciudadanos.

Hace dos o tres años, cuando apareció Greta Thunberg, miles de personas empezaron a creer a pies juntillas todo lo que decía. Miles, o mejor, millones de personas -sobre todo gente preparada: profesores, escritores, artistas- se proclamaban «soldados de Greta» con el mismo fervor con que los pastorcillos de Fátima anunciaban que habían visto a la Virgen en las ramas de un olivo. Imprudentemente, irreflexivamente, docenas de banqueros, de dirigentes políticos, de expertos mundiales empezaron a tomar decisiones apresuradas que pretendían poner en práctica las consignas milenaristas de una chica de quince años que había tenido una infancia difícil y ciertos problemas mentales. El resultado lo tenemos a la vista: desabastecimiento energético, precios de la electricidad por las nubes y la amenaza de una economía por los suelos. Quizá nos lo tengamos merecido por haber sido tan crédulos y tan fanáticos.

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