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La Carrà es la Callas del pueblo | Por Matías Vallés

CLAUDIO ONORATI

Asumir a Raffaella Carrà es más difícil que reconocerle una virtud esporádica a Luis Enrique. La depauperada intelligentsia española rezonga para no asumir que la todoterreno italiana forma parte de su biografía colectiva, con más fuerza que un Baudrillard. Antes de las teleseries, la televisión y por tanto la realidad era el terreno de juego de Lazarov, de Berlusconi y sobre todo de Chicho Ibáñez Serrador, el creador que le regaló a cada español la ilusión que necesitaba. En este guiso, la mujer polivalente ahora fallecida aportaba la materia prima. Desbordada y desbordante, subyugaba personalmente al espectador, lo conquistaba con el cuchillo entre los dientes.

La Carrà es la Callas del pueblo, siempre con un decibelio de más. Alimentaba toda la actualidad nacional, diosa de barrio y barro primordial moldeado por Martes y Trece. La televisión es un deporte de contacto, nada que ver con el plasma de Rajoy, la italiana que viene de fallecer triunfó en el género porque no le dio más importancia que acumular audiencia para vender los anuncios intercalados. En estos tiempos de influencers papirofléxicos y que no sabrían esbozar un «Buenos días» sin tropezarse, por fuerza la boloñesa que hablaba y bailaba al mismo tiempo ha de parecer una alienígena.

Dario Fo concibió la televisión en que triunfó la Carrà, sin desmarcarse un ápice de la acracia. Si necesitan combustible intelectual, la mujer envolvente compendia las notas de Susan Sontag sobre el camp, «ese arte que se propone como algo serio, pero que no puede tomarse completamente en serio porque es demasié». Hubo un tiempo de excesos, que se distinguía porque nada parecía excesivo, y allí reina inmortal una mujer diminuta, racial y fundacional, primal pero no primaria, que culminó la familiaridad que asociaremos siempre con los italianos. Salvo en la semifinal de hoy.

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