Hoy se cumplen noventa años de la proclamación de la Segunda República española, cuya obra más destacada en el ámbito jurídico fue, sin duda, la Constitución de 9 de diciembre de 1931. Centenares de estudiosos, de ayer y de hoy, han dedicado y siguen dedicando sus esfuerzos a analizar aquel texto fundamental y la legislación que se dictó en desarrollo del mismo. Hecho que llama poderosamente la atención a los juristas extranjeros, pues se trata de un ordenamiento constitucional carente de vigencia efectiva y cuyo interés es, por tanto, fundamentalmente histórico.

La explicación de este interés que, a pesar de los años, no mengua hay que buscarla, como apuntaba el profesor Santiago Varela, en la continuidad, todavía en nuestros días, del peso de la tradición republicana en el ámbito de las Humanidades, de las Ciencias Sociales y, también, del Derecho. Ello es debido a la formidable atracción que para varias generaciones de profesores universitarios ha ejercido aquel período, que la inmensa mayoría no conocimos, pero en el que descubrimos un reducto de dignidad y de elevación de valores culturales, de ampliación de derechos y libertades, de logros igualitarios para las mujeres (no solo el importantísimo derecho al voto), de profundización democrática, de descentralización territorial, de preocupación por los ciudadanos que lo pasaban peor y de voluntad de entroncar con las construcciones jurídicas más avanzadas de la época (en especial, el establecimiento de un tribunal constitucional, siguiendo el modelo austriaco-kelseniano, y la introducción de criterios racionalizadores en la configuración de la moción de censura al Gobierno). Tampoco puede olvidarse la notable influencia que la Constitución española de la Segunda República ha ejercido sobre las actuales Constituciones de Italia (1947) y España (1978). En síntesis, podemos afirmar que la Constitución de 1931 es, sin ninguna duda, el modelo técnicamente más elaborado y avanzado de nuestro constitucionalismo histórico, y la Segunda República es, para muchos, el período político más apasionante desde las Cortes de Cádiz. Todo ello explica sobradamente el interés referido, y no solo de juristas españoles.

A pesar de lo anterior, es preciso reconocer, sin ambages, que, con todos sus aciertos —innegables—, la Constitución de 1931 no fue un texto perfecto, y el dogmatismo y el sectarismo estuvieron presentes en algunos de sus artículos nucleares. Sin embargo, tampoco es un catálogo de errores, como a menudo han afirmado sus detractores desde la derecha. Ni lo uno ni lo otro. Sin embargo, a nuestro juicio, lo positivo superaba en mucho a lo negativo. De hecho, la Constitución de la Segunda República pudo haber servido, sin duda, para consolidar la democracia y transformar el Estado en clave de justicia y libertad. No pudo ser. A una España inmovilista, injusta y extremadamente conservadora, que padecía un cierto complejo de inferioridad, se le opusieron unas fuerzas políticas que hacían bandera de la revancha y que concebían el Estado de Derecho como un medio y no como un fin. Los hombres prudentes y ponderados de uno y otro lado, a pesar de sus notables y encomiables esfuerzos, fueron arrollados por el torrente de la pasión, que ciega el entendimiento y da rienda suelta a los instintos más peligrosos del ser humano. Por este camino se llegó a la guerra civil.