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Pilar Ruiz Costa

Una ibicenca fuera de Ibiza | El hombre del tiempo

Hace poco más de un año estaba en Viena dispuesta a subir a lo más alto de la Torre Sur de la Catedral de San Esteban para disfrutar de las vistas a la ciudad. Sin embargo, el sol se estaba poniendo ya en el invierno austríaco y a medida que iba dando vueltas y más vueltas en espiral, peldaño a peldaño, aquella torre de 166 metros se iba estrechando y las mínimas aspilleras por las que un hilo de luz exterior atravesaba los gruesos muros, se hicieron cada vez más escasas y la luz amarilla artificial se me hizo insuficiente. Y hasta el aire. No sé decir si sentía mareo, vértigo, agobio o todo a la vez. Primero opté por dejar pasar a alguno de los visitantes que venían detrás de mí y después, por sentarme en un escalón. Nada. Miraba arriba o abajo y no era capaz de distinguir un final. Y me rendí. Decidí volver abajo. No quedaría ya tanto para culminar los 343 escalones y, seguro, estaba muy cerca de ver las 13 campanas que coronan la catedral, pero no pude. O no me dio la gana forzarme a poder.

Nunca antes había sentido algo semejante. Yo había subido, por ejemplo, los 360 escalones de una de las torres de la Sagrada Familia o los 551 de la Basílica de San Pedro en el Vaticano. Cómo recordé entonces, sentada ya en un banco de piedra enfrente de la imponente San Esteban cuando mi hijo me pidió volver atrás a medida que aquella escalera de San Pedro se fue estrechando y yo traté de animarle ¡no porque no considerara importante su petición! Sino porque con la larga cola de devotos agolpándose detrás, no vi otra salida más rápida a su angustia que continuar.

Pudiera parecer una claustrofobia puntual y hasta pasajera (el conocido miedo a los lugares cerrados), pero yo apuesto más por una apeirofobia; un menos popular miedo al infinito. Lo digo porque sentí algo parecido el otro día frente al televisor. La culpa no la tuvo el espacio, qué va; de esta menuda pero confortable casa en la capital con los grandes ventanales centenarios abiertos de par en par, sino del telediario. Fue después de que, tras las cotidianas cifras de nuevos casos, los gráficos de nuevos fallecidos, el sempiterno y amenazante pico, apareciera Angela Merkel en una rueda de prensa dada a las tres de la madrugada, tras haber concluido una reunión de 11 horas con los presidentes de los estados confederados. Con el gesto descompuesto decretaba otro drástico confinamiento y alertaba que nos enfrentábamos a una nueva pandemia. ¿Por qué me merecieron más credibilidad las aterradoras palabras de esta mujer, en Alemania, que la laxitud de las terrazas infestadas de turistas de mi acera en Madrid? No lo sé, pero reconocí esa angustia de un diminuto peldaño en una escalera de caracol sombría y solo quería avanzar hacia adelante las noticias del televisor para que apareciera el hombre del tiempo y pensar en algo trivial, como si ponía o no la lavadora.

A ver, en una escala de predecibilidad, probablemente ande en suspenso. He presentado mi dimisión sin pestañear en trabajos estables y bien remunerados cuando he sentido que mi aportación ya no podía ser la mejor o que podía ser más útil en otros sitios inciertos. Si mis amigos me hablaban de comprar entradas para un concierto en agosto ¡en agosto! Mi respuesta era que a saber dónde andaremos en agosto, pero… empieza a asfixiarme esta altamar sin tierra a la vista. Este no Semana Santa y no verano. Esta ausencia de una luz, aunque sea pequeñita al final de la torre y saber que mi autocontrol no sirve de nada si no va ligado al de todos los demás.

Me llama mi madre para decirme que le han puesto la primera dosis de la vacuna. Que estaba en aquella sala de espera junto al resto de octogenarios y «deberías ver qué vejestorios; que si uno sin poder andar, que el otro con la cabeza sin funcionarle… Si nos muriéramos todos no se perdería gran cosa». Y le digo que no me hace puñetera gracia, pero siendo sincera, tampoco me alivia que, por fin, ella sí tenga su mitad de vacuna mientras el 90% de la población de más de 70 países no puede optar a ninguna en lo que la OMS califica como «fracaso moral catastrófico».

Debería evadirme, engancharme a alguna serie de televisión. Debería recordar de Viena el Belvedere y El beso de Klimt. Respirar y pensar solo en el presente —¡pero es que es el presente largo y ancho el que me tiene harta! —. Debería estar agradecida por todas las cosas que sí tengo, por la salud ahora más cierta de mi madre, pero es que me duelen en paralelo, fíjense, ¡personas a las que no conoceré jamás! ¿Cómo sentarse a descansar de algo así?

Merkel volvió a dar otra rueda de prensa revocando el confinamiento tras un aluvión de críticas a lo que consideraban unas medidas excesivas. «Este error es un error solo mío», asumía la canciller, a la par que pedía perdón a la ciudadanía por contribuir a acrecentar la incertidumbre que ya pesa sobre todos. Y yo que solo quiero que salga el hombre del tiempo ya y anuncie sol en la costa… Aunque no la pueda ver.

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