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Evidente mal gusto

Si han podido Ustedes últimamente disfrutar de alguna visita a Pollensa, y durante la misma se han acercado a la escalera que sube a la ermita del Calvari Pollensí, habrán podido comprobar, seguramente igual de espeluznados que yo mismo, que allí, al modo de esos misteriosos monolitos que ha han aparecido en varias partes del mundo, han brotado unas figuras, algunos dirían que se trata de esculturas, que a la vista salta, o asalta, que simplemente, y sin anestesia, han destrozado aquel maravilloso paisaje. Miren, no me voy a poner a discutir el valor estético, artístico o incluso monetario de tales objetos, puede que atesoren algunos, varios o incluso todos esos ingredientes pero la decisión de la elección del lugar para su colocación se me antoja sumamente pobre, paupérrima, diría que quizá incluso dolosa. Y que conste que mi opinión contraria a esa errada, con y sin hache, voluntad de colocarlas en aquel lugar nada empece el trabajo, sin duda loable, del autor de las figuras, daría igual que fueran del mismísimo Michelangelo Buonarotti, seguirían estando, a mi modesto entender, en lugar equivocado.

Y creo tener cierto derecho a pensar de esa forma, aunque solo fuera por derecho de vecindad heredado por vía materna; seguramente mi madre, nacida y criada en Pollensa, tendría una reacción menos diplomática que la mía propia y pensaría, con esa manera práctica que atesora la gente de nuestros pueblos, que lo mejor sería tirar aquellos «lo que fuera» al torrent.

La empinada escalera, rodeada de casitas primorosamente conservadas, que conduce a la pequeña ermita en su alto formaban un ensamble rayano en la perfección, era sin duda una espectacular visión, ese era el verdadero grupo escultórico de aquel lugar; y pareja iba la belleza observada desde arriba, cuando se podía admirar, sin obstáculos intermedios, esa misma escalera descendiendo sobre las casas del centro del pueblo con la fortaleza pétrea del Puig de María, aquel «El Puig, que just devant d’aquell paratage sant, se descubría» que cantara Costa y Llobera, como fondo pictórico; pues bien ahora se ha transformado aquel paisaje, en las estribaciones de esa cadena montañosa, considerado como Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, en una sucursal de alguna galería de arte interpuesta entre la belleza natural y la realizada por la mano del hombre. Que diría, en la contemplación de estas nuevas visiones en aquella subida a la ermita del Calvari, el rapsoda pollenci, me pregunto si no acudiría a rimas cargadas de pena y desazón, muy alejadas a sus odas Horacianas.

Ya sé que la percepción de la estética de las cosas, de lo que puedo o no ser considerado arte es, como el patio de nuestra casa, muy particular y que para gustos colores, pero tengo para mí que la mirada de la administración marida mal con la estética artística y que no siempre coinciden conveniencia y buen gusto; como soporte de tal tesis, permítanme tan solo hacerles llegar tres palabras: Palacio de Congresos.

Pero lo más sangrante es que, seguramente, los mismos que ha promovido, autorizado, permitido, consentido aquello, son o están la misma bancada de aquellos otros probos funcionarios que acometen a éste o aquel vecino por que ha colocado en su vivienda unas tejas que no se corresponden con la arquitectura tradicional del pueblo o atosigan a algún comerciante por una cartel de medidas que no se ajustan a la normativa municipal; es ese tan frecuente estrabismo funcionaral que ha regado nuestras rotondas de un sinnúmero de iguales demostraciones de mal gusto. Creo incluso que ronda por ahí un denominado departamento de defensa del territori que se dedica a correrías pecuniariamente sancionatorias con la ciudadanía por cuestiones tan nimias como una pintura «equivocada» en una pared rústica o la colocación de una tela verde en la rejilla de un muro medianero; seguramente el dicho departamento estuviera ausente el día de la colocación de las estatuas en la subida al Calvari, pues es obvio que de otra forma no sería compresible que la máquina burocrática actuara con tanto celo contra los pequeños detalle que se dan en cualquier pedanía de nuestra isla cuanto pasa por alto tal desaguisado estético.

Así que ya saben Ustedes, sufridos ciudadanos, que si no quieren problemas con el ojo que todo lo ve, coloquen cualquier objeto al que se pueda considerar arte, aún cuando sea necesaria una enfermiza imaginación para ello, en la fachada de su casa pero jamás se les ocurra pintar una pared de su «casita de figueral» con algún color inadecuado para el funcionario de turno, que es que hay cosas que no tienen un pase. Qué pena.

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