¿Es posible tomar grandes decisiones políticas sin un alto coste personal? ¿Se puede gestionar un gobierno de coalición afrontando los problemas cotidianos de un país sin traicionar principios o a sus votantes? ¿Se puede seguir siendo éticamente decente cuando se tiene entre manos el rumbo de una nación? Estos son algunos de los interrogantes que plantea la excepcional serie danesa Borgen. Relata los avatares de una primera ministra que entre 2010 y 2013 se enfrenta al dilema y la dicotomía que surgen entre sus ideales y lo que esperan de ella sus votantes o los medios de comunicación. 

La serie es a veces una oda y otras una elegía a la función social de la política. Aborda la cuestión con crudeza, con humor y con enormes dosis de realidad. Y perdura y trasciende cualquier tiempo y espacio pasados, presentes o futuros, porque retrata magistralmente el debate entre las luchas morales, las intrigas políticas y las venganzas contra un gobernante que actúa con inteligencia y moderación. 

Dinamarca es una monarquía parlamentaria con un sistema electoral proporcional. Hasta aquí, igual que España. Pero lo característico del país escandinavo es que desde 1909 no ha habido un gobierno con mayoría absoluta, por lo que las coaliciones son obligadas y la población las tiene interiorizadas. Practica la esencia de la política que, como aquí no sabemos, consiste en llegar al mejor acuerdo. En negociar, básicamente. Lo que significa que tu posición política no es la única, que tendrás que ceder, que conceder, que transigir y aceptar eso que aquí se llama “líneas rojas” y que no dejan de ser complejos, falta de madurez y necesidad de terapia. Pero a tus carencias las llamas líneas rojas y le cierras la puerta al debate. Ciertamente hemos avanzado mucho a lo largo de la historia. En otro tiempo, y todavía en muchos lugares, por mucho menos te quemaban vivo, te cortaban la lengua, te mandaban a un gulag o a un campo de concentración, o te envenenan. Por lo que no pierdo la esperanza de que dentro de cincuenta años nos parezcamos un poco a los daneses.

Históricamente ha sido necesario enfrentar a un enemigo común para arrebujarnos en una misma bandera. En 1492 acabamos con el último bastión nazarí y con 800 años de ocupación morisca. En 1814 vencimos a los franceses y pusimos fin a la Guerra de la Independencia Española, creando mitos como la barcelonesa Agustina Raimunda María Saragossa Doménech, más conocida como Agustina de Aragón. 

Lo de juntarnos frente a la adversidad sin pegar tiros se nos da fatal. Desde 1918 no lo habíamos pasado tan mal. Le llamaron la gripe española. Aunque está demostrado que el “paciente 0”, Gilbert Michell, enfermó el 4 de marzo de 1918 en Fort Riley, Kansas. Desde allí, como la Covid-19, viajó por varios países para finalmente entrar en España, donde hizo estragos. Los americanos se encargaron de ponerle un nombre que no sonase anglosajón y nos colgaron el muerto. Lo mismo que con los pepinos alemanes. ¿Se acuerdan? Los alemanes porfiaban que el brote de E. coli de 2011, que provocó muertes, provenía de Andalucía, lo cual causó enormes pérdidas al sector hortofrutícola español. Pero resultó que provenía de Cuxhaven, de la plantación agrícola de Bienenbütel de la Baja Sajonia. Es decir, de Alemania.

Hecho el inciso, se trata de reflexionar sobre nuestras carencias. Sobre la incapacidad del español contemporáneo para dialogar y enfrentarse en bloque a un enemigo común mucho peor que los anteriores. Probablemente una de las causas sea la deficitaria educación del país que empuja al individuo a una absurda carrera de méritos que ensalza el egocentrismo. Las redes sociales coadyuvan, puesto que son lo contrario a una formación humanitaria, desprecian las Ciencias Sociales y preponderan la tecnología que conduce al aislamiento, que incrementa la ansiedad y la depresión. Que japoniza al individuo en una burbuja cada vez más pequeñita, cada vez más aislada, más alejada de lo que debería ser una nación orgullosa capaz de enfrentar cualquier pandemia para poder seguir existiendo como especie y como individuos. Porque al final se trata de eso, de persistir. Como en Borgen.