Freud defendió que la sociedad europea de principios del siglo XX era una sociedad reprimida y represora. Reprimida porque practicaba un moralismo burgués hipócrita e inhibidor. Represora porque creó una mentalidad y unos códigos de conducta dirigidos a vigilar y castigar la satisfacción afectiva y sexual más allá de la norma establecida. Sin embargo, a lo largo de los últimos tiempos la sociedad reprimida se ha transformado en una sociedad hipersexualizada donde el amor y el sexo se han convertido en productos desechables de consumo masivo.

A pesar de los cambios, seguimos viviendo una sociedad fuertemente represora. Nos hallamos en una sociedad capitalista y patriarcal que con demasiada frecuencia determina el valor de las personas en función de cuán fuertes o resistentes sean. A los hombres, por ejemplo, el patriarcado nos ha confinado emocionalmente. Nos ha enseñado a ser psicológicamente (¿patológicamente?) fuertes, a no sentir, a no sufrir en público.

Ante este panorama, ¿qué papel puede desempeñar el amor en el actual contexto de crisis sanitaria global en el que la supervivencia física y emocional se vuelve cada vez más precaria? ¿Hay lugar para el amor en el espacio público organizado bajo los parámetros de la nueva normalidad?

El problema es que desde el Occidente moderno el amor siempre ha ocupado una posición subordinada en nuestras vidas. Se tiende a verlo como un sentimiento que no va más allá del apetito sensible y las emociones privadas, no como un factor de transformación social y espiritual.

Como fuerza social, el amor es un sentimiento transgresor que puede alimentar el inconformismo, despojar a los poderosos de sus privilegios, romper jerarquías y enriquecer lo público. Es preciso recuperar la idea de que el amor es una práctica ética y política. En esta dirección apuntan el "eros alado" de Alexandra Kollontai, con el que combatió la discriminación de las mujeres obreras por el machismo proletario, y el amor integrador de Luther King, que expuso la cruda realidad del racismo y la supremacía blanca.

Como fuerza espiritual, el amor es una energía interior que permite expandirnos más allá del yo individual para crear comunidad y hacer surgir en nosotros un sentido trascendente de unión. Necesitamos una sabiduría que haga del amor una experiencia arraigada en lo comunitario. Sobonfu Somé explica que para el pueblo dagara el amor es un fenómeno que se vive colectivamente. La intimidad, el amor y el cuidado son inseparables de un mundo cósmico y natural en el que todo está interconectado: el agua, el fuego, la tierra, el mineral, etc. Precisamente es la interacción entre el ser humano y los elementos cósmicos lo que genera y transmite el amor comunitario. Así lo entendieron también feministas como Gloria Anzaldúa y Audre Lorde, que nos enseñaron a descubrir la presencia de una espiritualidad erótica en la vida cotidiana.

No obstante, para gran parte de la cultura occidental espiritualidad es una palabra que genera rechazo debido al prejuicio racionalista que la considera un fenómeno esotérico, en absoluto relacionado con el erotismo. Además, la industria del sexo nos ha engañado hábilmente para confundir lo erótico con lo pornográfico.

Se trata de liberarnos de las ataduras emocionales que dificultan amar(nos). Arundhati Roy afirma que la pandemia es "una puerta entre un mundo y el siguiente". Podemos mantener la puerta cerrada y confinar el amor en los estrechos márgenes en los que hemos sido socializados. O podemos elegir abrir la puerta y transitar hacia una experiencia más enriquecedora del amor, una experiencia que rescate sus posibilidades olvidadas. Me parece la mejor elección para comenzar a desconfinar el amor en el contexto de una nueva normalidad que intuyo poco amorosa.