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El desequilibrio del mundo

El poeta romano Ovidio, autor del maravilloso Ars Amandi, se encontró de la noche a la mañana desterrado de Roma por el emperador Augusto y confinado en Tomis, la que ahora es la ciudad rumana de Constanza y entonces un villorrio habitado por tribus y lenguajes bárbaros. El exquisito Ovidio nunca supo -o hizo como que no sabía- la causa de esa expulsión de su propia vida, lejos de sus amigos, de su familia, de sus amantes, de la corte? La versión que más corrió por Roma es que había contemplado desnuda a Livia, la mujer de Augusto, pero nadie supo confirmarlo o desmentirlo. Lejos de todo y en medio de una gente muy diferente, Ovidio fue escribiendo unas cartas 'para que el ocio no destruya el cuerpo inactivo' asegura en una de ellas, que en el fondo buscaban el motivo de su destierro y el perdón de Augusto, como ahora buscamos la vacuna contra el coronavirus.

Mientras, todos hacemos lo mismo y cumplimos idénticos rituales: ordenamos papeles, tiramos cosas que deberíamos haber tirado hace siglos, cambiamos en algo los espacios de casa, hacemos simulacros de ejercicio en la terraza, escribimos correos, hablamos por teléfono con hijos, hermanos y amigos, cocinamos, aplaudimos a las ocho de la noche -por agradecimiento y también por expansión y para sentirse parte de algo más grande que uno mismo, tan poco ahora- y luego -zona son Espanyolet, parte alta de Santa Catalina y Son Armadams- oímos las canciones de Jaume Colombàs -¿quién me hubiera dicho que me acabaría gustando Barry White?- que desde su terraza anima al barrio para que la alegría no decaiga. Alegria, de Antònia Font -un grupo estupendo que, sin necesidad de reivindicaciones políticas, ha hecho por la verdadera normalización de la lengua más que cualquier institución-, suena hoy, viernes noche, desde los platos de Colombàs, mientras escribo. Que no nos falte: la alegría digo, y Ovidio sólo sea un recuerdo que tal vez deberían leer los que se educaron con Astérix y ahora gobiernan.

Porque sostengo desde hace tiempo que son generaciones culturalmente distintas y en muchas cosas opuestas, las educadas con Tintín y las educadas con Astérix (y entiéndase aquí lo de educación como una interpretación cultural del mundo, sólo una más y no la esencial). Lo que vivimos ahora es una peste antigua en un mundo situado más allá de lo posmoderno. Un mundo que vive sin dioses espirituales -los materiales llevan mandando mucho tiempo- y que ignora el lenguaje de lo esencial, si lo esencial no pasa por el dinero o por la ciencia, que entonces sí. Pero en esta peste, al menos de momento, el dinero se está esfumando y la ciencia ha desaparecido: nos encontramos frente a ella como se encontraron en el Egipto de las plagas bíblicas, en la Edad Media con la peste negra, en el Renacimiento y en el XVIII, y en el XIX y en el XX con la gripe bautizada como española por alguien que no era español: solos, desvalidos, amenazados, muy poca cosa. Todo siglo ha tenido su peste o casi; el XXI no ha querido ser menos.

Entre la estupefacción y el temor contemplamos lo que nos ocurre sin dar crédito: somos protagonistas de una película de ciencia ficción serie B. Y actuamos como personajes de serie B, también, de aquí para allá, sin saber exactamente lo que nos pasa y lo que nos ha de deparar el día siguiente. Recordamos la última cena con amigos, la última comida en un restaurante, la última vez que vimos a? En fin, sólo sabemos que no sabemos cuándo volveremos a vernos y en qué condiciones.

En uno de estos encuentros últimos, previos al estado de alarma, alguien propuso encerrarse en una casa de campo y que fuéramos contando historias, como en los Cuentos de Canterbury o El Decamerón. Varios de los comensales eran -son- buenos narradores orales. Convinimos que ciertos relatos -los propios del Decamerone- sólo podrían ser narrados si les habían ocurrido a personas que conociéramos pero que no estuvieran presentes en la casa y hubo unas cuantas risas a interpretar cada cual. No pasó una semana sola y ya estábamos todos confinados, alejados entre nosotros y alejados de nuestras familias, en manos del azar informático y lo que aguante la red. En cuanto a la economía, las únicas acciones que han de subir son las telefónicas, porque todo encierro suelta la lengua que es un contento.

Pero al citar la gran tradición literaria de Europa frente a las pestes -pensemos en el visionarismo de La montaña mágica y que de la tuberculosis se pasó a la destrucción del mundo tal como lo conocían entonces: cayeron coronas, imperios y los huevos de la serpiente incubaron el horror a varias voces-, también está la manera de prevenirlas y afrontarlas. En este caso parece que los educados en Tintín podrían prevenir mejor la desgracia y los educados en Astérix, sólo saben de confinamientos cuando las huestes del coronavirus -como las legiones de César- ya han ocupado Europa. Si en el gobierno actual -educados en Astérix pues hasta el último momento han confiado en la poción mágica del señor Simónix, que más que de druida tiene algo de hobbit- hubieran sido lectores de Las 7 bolas de cristal... En este álbum de Tintín trasladan la momia del rey inca Rascar Capac a la casa de un arqueólogo europeo y empiezan a suceder desgracias a todos los miembros que dirigieron la expedición. Una especie de virus maligno, sin cura ni vacuna ninguna, se apodera de ellos y les causa terribles males, al estilo de la maldición de Tutankhamon. Pues eso.

De momento el virus nos ha expulsado de nuestra vida civil. Para otras expulsiones conviene acudir a Ovidio: no sé cómo lo hace -o sí- pero tras su desesperanza siempre hay consuelo. Como nos corresponde -y vamos a necesitar- ahora y en los días que vendrán.

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