La pobreza no sólo significa privaciones materiales, también simbólicas, cuando un niño o una niña crece en un entorno de inestabilidad (escasa calidad e intensidad del mercado laboral, por ejemplo), la disposición de los cuidadores, sobrepasados por otras dificultades (ausencia de redes de apoyo, amenaza de pérdida del hogar tanto en propiedad como en alquiler, etc.), significa que la falta de calidez, la enfermedad parental, las conductas abusivas o la dependencia de sustancias, o situaciones asociadas a la escasez de recursos, juegan un papel importante en la adquisición de habilidades socioemocionales y la manifestación de conductas desajustadas.

Las habilidades socioemocionales son decisivas en la atención y el aprendizaje (tanto vital como escolar), e imprescindibles en los procesos de ajuste social, se adquieren a través de la calidez de los contactos con otros adultos en los primeros años. Cuando este aprendizaje no se realiza correctamente supone elevados costes, no solo sociales y emocionales para las personas que las padecen, sino también económicos para el resto de la sociedad.

Nadie discute que la vulnerabilidad en los primeros años de vida, vincula a la infancia con la necesidad de cuidados de calidad, entendemos la negación de este estado de necesidad y dependencia como una forma de victimización hacia las personas menores de edad. La escasez de recursos y atenciones, en la infancia y la adolescencia, explica la prolongación de sus efectos en la vida adulta. Desde esta perspectiva podemos comprender sus consecuencias; por ejemplo, sabemos que los individuos realizan comparaciones sociales entre su estado y el de los otros, y que el resultado de este balance social desfavorable bien puede traducirse en un importante precursor de conductas desajustadas. Porque no es tanto ser pobre como sentirse pobre.

Nuestra comunidad autónoma está marcada por crecientes índices de vulnerabilidad y desigualdad social, una polarización creciente que debe preocuparnos, pues la experiencia nos muestra cómo la desigualdad social se incrusta en la salud y en las trayectorias vitales. El reto está en comprender cómo la autoimagen pública que lucha por evitar estados emocionales como la vergüenza y la humillación, y cómo la prevalencia de estos estados -no normativos-, son la respuesta a adaptaciones defensivas en busca de una conexión social placentera, esto significa alejar el foco del síntoma designado (los niños y las niñas) para atajar las causas subyacentes tras las conductas violentas. Al margen de obligarnos a la intervención socioeducativa especializada, basada en la evidencia y a fomentar las buenas prácticas, la prevención y el trabajo comunitario. Las dificultades de vinculación con el entorno explicarían el fracaso de sus intentos adaptativos, ya que para controlar la activación fisiológica reactiva se requiere de un aprendizaje en el marco de un contexto seguro y motivador en el que hacer frente a las demandas ambientales. Escasas capacidades para la regulación emocional explican carencias en habilidades ejecutivas, que se traducen en conductas trasgresoras; el fracaso escolar o las conductas violentas serían uno de sus efectos más llamativos, pero no el más preocupante.

Lo realmente peligroso es reemplazar la generación honesta y productiva de la responsabilidad de todos los actores sociales en la construcción de la igualdad, por la aceptación del discurso neoliberal de que las trayectorias vitales, tipificadas en función de las conductas observadas, deben asociarse al éxito del esfuerzo personal, pues los estudios nos muestran cómo las sociedades menos desiguales gozan de menores índices de violencia, de mayor bienestar subjetivo y menor incidencia de enfermedad.