Los atascos circulatorios en las grandes ciudades del planeta constituyen un auténtico problema global. A medida que las oportunidades de negocio y los servicios se concentran en los núcleos urbanos, la presión humana se acrecienta con dos importantes derivaciones: el alto coste de la vivienda y la difícil gestión del tráfico rodado. Ninguna de las dos cuenta con una solución fácil de implementar y se agudiza además en nuestra isla por la notable limitación del territorio. Con graves deficiencias a nivel de infraestructuras -especialmente notorias en el transporte público- y con la tasa de coche por habitante más elevada del país, el problema circulatorio en Mallorca es ya de índole estructural, más allá de que la coyuntura veraniega empeore el diagnóstico.

Algunos datos evidencian el riesgo de colapso en nuestras carreteras: 811.342 es el número de vehículos matriculados en Mallorca ­-datos de agosto de 2017-, sobre una población que ronda el millón de habitantes. La presión se concentra especialmente en los accesos rodados a Palma; por ejemplo, 180.000 vehículos -cifras de 2016- circulan a diario por la vía de cintura. En verano, además, la saturación se intensifica al incorporarse la flota de coches de alquiler, que suele llegar a la isla en primavera de cara a la temporada alta, y por el hecho de que las nuevas modalidades de turismo, más desligadas del turoperador clásico, tienden a desplazarse menos en autobús. A la fortísima presión circulatoria en los accesos a Palma, se añade la lógica dificultad de encontrar aparcamiento en el centro de la ciudad, especialmente durante los meses de verano.

A un año vista de las autonómicas de 2019, el Consell prefiere no iniciar nuevas infraestructuras viarias para evitar tensiones entre los socios del Pacto. Se trata de una mala señal, porque gobernar consiste en tomar decisiones. Es cierto que la geografía insular tampoco permite carreteras o autopistas de gran envergadura y que cualquier intervención exige un estudio pormenorizado que tenga en cuenta el difícil equilibrio del conjunto. Al mismo tiempo, hay que ser conscientes de las dificultades inherentes a cualquier intento de solución, que pasa necesariamente -además de por una decidida actuación política- por una mayor concienciación de la ciudadanía a la hora de utilizar el transporte público y evitar el uso innecesario del automóvil. Sólo una acción combinada de los poderes públicos y de los ciudadanos permitirá revertir a largo plazo los indeseables efectos de la congestión en el tráfico.

Entre las medidas que se han puesto sobre la mesa, se incluye la construcción de una serie de aparcamientos disuasorios en el segundo cinturón de Palma, que se conectarían con el centro de la ciudad mediante buses lanzadera. Se trata de un recurso habitual en otras ciudades europeas y puede resultar especialmente útil para contener el acceso a Palma de los coches de alquiler turístico. Por otro lado, mejorar la frecuencia y la calidad del transporte público, además de abaratarlo, forma parte del decálogo obligatorio de cualquier gobierno que se precie a la hora de afrontar la saturación de las carreteras. Una mejora de las infraestructuras viarias será seguramente necesaria en algunos puntos concretos, tanto para mejorar la seguridad en las carreteras como para asegurar la fluidez del tráfico. Respecto a los coches de alquiler, la limitación del territorio insular debe permitir actuar para controlar el aumento insostenible de la flota en temporada alta, pese a las dificultades legales que parecen existir. Todo ello exige fuertes inversiones públicas y una correcta planificación por parte de las autoridades. La concienciación de la ciudadanía -un trabajo largo y laborioso- constituye el otro pilar fundamental en una solución que exige inteligencia en el análisis, determinación a la hora de implementar el programa de actuaciones y un fuerte consenso social entre los distintos actores implicados.