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Marga Vives

Por cuenta propia

Marga Vives

Villa Miseria

Algo de lo que sucede últimamente demuestra que la acción judicial no resuelve, por si sola, un conflicto social, ni en el caso de que detrás de ese imperativo legal esté una voluntad política. Naturalmente me refiero a la orden de desalojo de Son Banya, ahora postergada pero en cualquier caso inexorable, aunque quizás usted haya pensado en algún otro ejemplo de la actualidad. Para quienes no hemos nacido ni crecido en Palma, la mala fama precedía a ese lugar inhóspito en forma de leyendas atroces que poco menos hacían pensar que quien entraba allí no salía con vida.

Salvo para obtener droga, no creo que mucha gente se haya interesado por penetrar aquella tierra de nadie. Enclaves como ese son como las "villas miseria" que ciudades incluso mucho más grandes que la nuestra escupieron en su día para perder de vista una parte de la población que no encajaba en el frenético devenir del progreso y que empezó a estar de más con la escalada de intervenciones urbanísticas y terminó hacinada fuera de sus límites. No puedo ocultar cierta fascinación por el hecho de que un poblado destartalado, sin agua corriente y niños correteando entre la basura, un entorno de miseria y soledad en el que ni siquiera es posible empadronarse, haya perdurado más de cuarenta años como un reducto indomable y ajeno a una ciudad con alma de muchos pueblos, que le dio la espalda definitivamente.

El triste mito de Son Banya es la historia de un destierro. Se inauguró para albergar a las familias que malvivían en núcleos de barracas cerca del Molinar. Lo que se trazó como un plan provisional, según recogen algunas crónicas, terminó siendo un fracaso estrepitoso y condenó a sus inquilinos, gitanos pobres, y a sus descendientes a subsistir en los límites de la marginalidad. Es decir, se barrió el problema extramuros para que no estorbara la imparable conquista de la prosperidad y terminó cubierto por una enorme alfombra de ignonimia, bajo la cual las generaciones sucesivas de esos primeros pobladores nacen, viven y mueren sin poder desprenderse del estigma y con una visión del mundo absolutamente delimitada y carente de alternativas.

Fue, en definitiva, un despropósito, como lo demuestra el hecho de que hoy en muchas partes del mundo los proyectos para erradicar el chabolismo tratan de desmantelar los suburbios que en su día consintieron las propias administraciones. El fenómeno es común a todas las grandes ciudades; en Madrid, Barcelona, Valencia existen estos confines malditos, como abscesos que supuran todavía las fiebres del desarrollismo de los 70 y el largo olvido de los años posteriores, y que acaban por convertirse en focos de delincuencia organizada.

Ahora el Ayuntamiento de Palma retoma los diversos intentos que desde hace más de una década se han llevado a cabo para desmantelar para siempre el poblado del antiguo Son Riera. Los desalojos de las últimas legislaturas y la lucha contra el tráfico de drogas han sido el eje principal de esas actuaciones, y parece lógico que se apueste por facilitar, a quienes desean abandonar esas chabolas y no tienen a dónde ir, una alternativa de vivienda y medios económicos para hacerlo. Es un buen comienzo. Sin embargo, un realojamiento no siempre garantiza la integración sino que puede encubrir una nueva segregación y la creación de guetos más o menos diluidos en el espacio físico de los barrios. Ha sucedido, por ejemplo, con el chabolismo vertical, que es otro concepto de infravivienda, pero integrada en el cinturón urbano.

Recuperar para la ciudad una población que fue expulsada mucho tiempo atrás, o que ni siquiera ha tenido experiencia de ella, y devolverla a un entorno que ha sido objeto de grandes transformaciones urbanísticas y vecinales -el propio Molinar es un ejemplo, pero también Es Jonquet o el casco antiguo- requiere medios, y tiempo y diálogo. En primer lugar, existe un fuerte vínculo social y jerárquico entre todas estas personas que debe tenerse en cuenta en el momento de decidir su dispersión. Por otro lado sería positivo que el Ayuntamiento tome sus decisiones como facilitador de la igualdad de oportunidades de toda la ciudadanía y no desde una perspectiva de beneficencia. Por eso conviene que concrete cuanto antes qué programas de inserción laboral y social puede impulsar, cómo se trabajará, por ejemplo, la alfabetización o qué recursos puede ofrecer para hacer efectiva en todo lo que sea posible su integración y autonomía.

También hay que prestar atención a la percepción de este colectivo, en general, en el conjunto de la sociedad. En 2012 se aprobó en España la Estrategia nacional para la inclusión de la población gitana; un análisis concluía el año pasado que aún hoy deben intensificarse los esfuerzos contra la discriminación, un fenómeno que, por desgracia, no ha sido superado. Junto a la anterior, las áreas de educación, empleo y vivienda son las de menor avance.

No somos responsables de las decisiones erróneas de quienes estuvieron antes que nosotros. Pero si no se tienen en cuenta criterios como estos, la iniciativa corre el riesgo de convertirse en otro experimento frustrado, un nuevo palo de ciego para perpetuar la falta de previsión y de realismo con que tantísimas veces en el pasado se han pretendido extirpar del árbol genealógico de la ciudad los trazos que describen su pasado humilde.

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