Los beneficios educativos y sobre la salud de la práctica del deporte resultan a día de hoy indiscutibles. Los últimos estudios científicos sugieren, por ejemplo, que el ejercicio frecuente y habitual no sólo alarga la esperanza de vida -algo que podríamos considerar obvio-, sino que también incrementa el coeficiente intelectual de los niños y ayuda a mantener el de los adultos. Un estudio llevado a cabo en Dinamarca hace unos años con veinte mil escolares demostró que aquellos que van a pie al colegio tienden a concentrarse mejor, además de obtener mejores resultados en los exámenes, que los que van en coche. Al mismo tiempo, hacer deporte incide en la formación del carácter y la personalidad de los jóvenes. Por un lado exige disciplina, enseña a respetar unas reglas de juego, mueve a la superación personal y, en el caso de los deportes colectivos, habitúa a la cooperación y al trabajo en equipo. Pero en última instancia se trata, como dicen los ingleses, de aprender la importancia del fair play o juego limpio: esto es, encajar las victorias y las derrotas con temple, competir con el adversario dignamente y constatar que en la vida no todo vale por muy seductor que pueda parecer un triunfo logrado a cualquier precio.

Lógicamente los sucesos acontecidos el pasado domingo en un partido de fútbol de categoría infantil entre el equipo local de Alaró y el Collerense, junto con sus respectivas aficiones, ejemplifican todos los valores contrarios a lo que entendemos por deporte y sólo pueden llamar al escándalo y a la repulsa social. La trifulca se inició en el minuto 60 del partido, cuando los futbolistas y algunos padres presentes en campo se enzarzaron en un violento altercado que acabó con varios lesionados que fueron atendidos en centros médicos cercanos. Al final, y ante la gravedad inusitada de los hechos, el lamentable episodio ocurrido en Alaró ha obligado a la Comisión Antiviolencia de la Federació de Futbol de les Illes Balears a presentar una denuncia ante la Fiscalía. Y, por supuesto, la necesidad de un castigo ejemplar ha forzado también a que los dos clubes afectados respondan con prontitud y severidad. Sin embargo, un análisis sosegado de lo acaecido debe llevar a preguntarnos si las campañas de concienciación de los valores educativos del deporte son suficientes o si hacen falta programas mucho más focalizados y eficientes que impliquen efectivamente a la sociedad en su conjunto.

Si una actitud civilizada de los jugadores y de la afición constituye el abecé mínimo exigible en cualquier evento deportivo, cuando se trata de menores resulta aún más importante que se cumpla de una forma escrupulosa. Los niños y jóvenes aprenden por mimetismo, con el lógico riesgo de que terminen por considerar normal una conducta deplorable. La violencia en el deporte -tanto física como verbal- debe cortarse de raíz, ya que incluso una mínima tolerancia hacia ella sólo serviría para reforzar una serie de valores opuestos a los que cohesionan una sociedad moderna, responsable y civilizada. Hay que dar un sí mayúsculo al deporte en lo que tiene de festivo, lúdico y competitivo y un no igual de mayúsculo a los comportamientos antideportivos. Apostemos con fuerza por la cultura del fair play.