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Pólvora de Rey

De legislatura en legislatura, el guión se repite con precisión. Los dos primeros años se dedican a la dureza de las reformas. La segunda mitad, a la compra de votos más o menos encubierta. Palo y zanahoria, dureza y camelo. Quizás como indican algunos politólogos, las legislaturas sean demasiado breves para poder aplicar verdaderas políticas de Estado. Al iniciar su mandato, Mariano Rajoy optó por subir los impuestos, facilitar el despido, cerrar empresas públicas y bajar los salarios. Asediada por la segunda ola de la crisis, España se sumía en un torbellino que amenaza con triturar al euro. Los guardianes de la ortodoxia - con Merkel a la cabeza - impusieron un mapa que pasaba por ceñirse al dogma de la austeridad. Dureza para un país acostumbrado durante décadas a la generosidad presupuestaria, al crédito fácil y a los rendimientos de la burbuja inmobiliaria. Restricciones para un Estado del Bienestar cuestionado por el difícil futuro demográfico, el alto endeudamiento y el colapso laboral. Para ser del todo honestos, en gran medida la austeridad supuso más recortes que reformas, más contención que políticas de largo plazo. Se despidieron a profesores y a enfermeros, pero no se liberalizaron sectores clave de la economía. Se congelaba el sueldo a los funcionarios, pero no se modernizó la administración pública. Se paralizó la inversión en I+D „o en mantenimiento de infraestructuras„, pero no se planteó una racionalización del costoso mapa de las subvenciones. Se lograron, eso sí, algunos resultados. Uno de los más evidentes fue la estabilización del enfermo, evitando de este modo los rigores de un megarescate que nadie deseaba. Too big to fail!, sostienen los anglosajones, y aquí la comparación resulta acertada si pensamos en el ejemplo griego o portugués. La segunda consecuencia fue un indiscutible empobrecimiento de la mayoría de españoles: trabajadores en paro, sueldos podados, liquidación de empresas, impuestos al alza. Hay que reconocer que Rajoy ha logrado mantener en pie el grueso central del Estado del Bienestar, a costa „eso sí„ de exigirles un esfuerzo aún mayor a los ciudadanos. En estos años, la desafección con la política ha crecido. Y carecemos de una narrativa de la esperanza que permita impulsar la confianza social en el futuro de nuestro país.

Los tiempos políticos no divergen en exceso. Diríamos que en la primera mitad se puede acometer reformas „o no„; pero que, en la segunda, sólo rige la sociología electoral: promesas y dinero en el bolsillo de los contribuyentes. Algunos dirán que se trata de los frutos que siguen a los sacrificios, pero el ejemplo no resulta exacto. Quizás dentro de cinco, diez años, sí, pero ahora no. Con una deuda que supera el 100% del PIB y un déficit encallado en el 6%, las propinas llegan con dinero prestado. ¿Compensa la rebaja fiscal, la austeridad previa? ¿Y la subida salarial que se anticipa para el conjunto de los funcionarios sufraga mínimamente la pérdida de poder adquisitivo? Y, sobre todo, ¿cuál es la hoja de ruta para la próxima legislatura en ausencia de grandes pactos de Estado?

Por supuesto, ahora estamos en el tiempo de las dádivas. Efervescencia secesionista en Cataluña, enfriamiento de las expectativas económicas en Europa, incógnita electoral en España. Los temores se multiplican. El presupuesto de 2015 llegará repleto de pequeñas propinas que dibujarán un horizonte de recuperación. Subirán levemente los sueldos y las pensiones, bajarán los impuestos y los ayuntamientos adecentarán alguna que otra calle. Es pólvora de rey. En 2016, o a más tardar en 2017, regresará el corsé de los ajustes. Berlín dicta y los mercados globales imponen. Son las servidumbres de los países que no han sabido gestionar sus años de prosperidad.

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