¿Cómo no pensar que, después de 39 años, la retirada pública de quien ha sido impulsor y símbolo de la España contemporánea, con sus luces y sus sombras, abre un compás de reflexión sobre la naturaleza de nuestra vida pública y sobre la ruta que a partir de ahora debemos seguir? La respuesta unánime de la dictadura, cuando la decadencia de Franco, fue siempre la misma: después de Franco, las instituciones. De la dictadura, por supuesto. Juan Carlos I, a pesar de jurar sus leyes, encontró, con la ayuda de Torcuato Fernández Miranda, los resquicios para desmontarla, ley a ley. Adolfo Suárez se esforzó en acabar con la separación entre la España real y la España oficial; en convertir en normal en la política lo que lo era en la calle. La pregunta que uno puede hacerse „en absoluto retórica„ es si el sistema político español y su máximo representante simbólico responden, o no, a los deseos del ciudadano. Si existe una identidad entre la España real y la España oficial. La respuesta la han dado algunas personalidades públicas. Rajoy, por ejemplo, no se ha dado por aludido. Ha dicho: "Quien no quiera monarquía, que reforme la Constitución". La reina Sofía: "Todo va a seguir igual". Torres Dulce, el fiscal general: "Todo lo que no está en la Constitución, no existe".

Es inevitable el cuestionamiento del papel de la monarquía por una razón simple: es impensable el sistema político que rige desde 1978 desvinculado de la monarquía que se establece en 1975. Cuestionar la monarquía es imposible sin cuestionar el sistema, y viceversa. En algún momento he apuntado la hipótesis de que ha existido una continuidad histórica en el ejercicio del poder por parte de sectores económicos ligados a la tierra, al comercio, a las finanzas, también a la Iglesia católica, que, en otros países se truncó gracias a la Ilustración. Aquí, el destino de los ilustrados fue el exilio. Las libertades han sido la excepción. Su propia excepcionalidad, su falta de ejercicio, ha provocado su fracaso, como el de la segunda república. La Transición fue el cambio posible de una dictadura a una democracia, con un coste a largo plazo que muchos no supimos apreciar. Sólo el tiempo advierte de la incubación de los bacilos. Lo que parece apropiado para un tiempo se revela dañino en otro posterior. Dada la correlación de fuerzas no había alternativa. Mientras la tutela militar declinó definitivamente el 23 de febrero de 1981, el nuevo poder político siguió ejerciéndola a través de unas cúpulas partidarias blindadas por un sistema electoral de listas bloqueadas y cerradas; de una Constitución de imposible modificación ajena a la voluntad de aquéllas, que degeneró rápidamente en partitocracia; y de un monarca que, debido a su propia acción frente al golpe, se convirtió en intocable para la opinión pública, revestido de una autoridad moral que le conferían los servicios prestados y no la Constitución. La impunidad, la endogamia y el clientelismo de la partitocracia derivó, inevitablemente, en corrupción y privilegios para las élites. Desde siempre el poder en España „llámesele, paternalista, dictatorial, despotismo ilustrado, partitocracia„ ha tenido horror a la libre expresión de los ciudadanos. Siempre lo han ejercido élites subsidiarias de otros poderes fácticos.

Contra esta reflexión nos advierten desde todos los ámbitos del poder. Rajoy se atreve a decir „él, que ha vulnerado con su partido las leyes, financiándose ilegalmente, según el juez Ruz„, que lo único que no se puede hacer en democracia es saltarse las leyes. Como si un referéndum consultivo sobre la forma de Estado supusiera saltarse la Constitución. En relación a Cataluña es posible un referéndum de todos los españoles sobre la posibilidad de una secesión, pero no lo es sobre la forma de Estado. ¿O es que no se puede proceder a la reforma de la Constitución después del referéndum si fuera favorable al cambio? Otros, como Rubalcaba, dicen que el PSOE va a respetar el pacto constitucional. ¿Hasta cuándo va a estar vigente este pacto carcelario? ¿Hasta que nos encontremos en el valle de Josafat? Rubalcaba, desautorizado, se ha quedado para rendir el último servicio al sistema, para acallar „una vez más„ a las bases socialistas. Será compensado. Entre nosotros, como siempre de una manera apocalíptica, escribe una pluma conservadora: "Poner en juego 39 años de paz y democracia no tiene ningún sentido". Como si la simple petición de la palabra para los ciudadanos nos pusiera ante el espectro de la dictadura y la guerra. Tal es el terror del poder que se reviste de democracia a su expresión más directa. Se nos compara, en un juego pueril, monarquías admirables, como la noruega, a repúblicas deleznables como la de Corea del Norte. Seamos rigurosos, hágase con unas repúblicas como la norteamericana, como la francesa, como la alemana, donde, por una simple mentira sobre su currículo personal cualquier encumbrado político tiene que desaparecer del escenario. Es impensable en cualquiera de estas repúblicas que una persona como Ana Mato, vergüenza nacional, continuara como ministra. O el mentiroso Rajoy „el que daba ánimos al Bárcenas entre rejas„ al frente del Gobierno. Tan ufanos.

Los conspicuos monárquicos como Ansón y el editorial de El País, antiguo representante mediático del liberal-progresismo, afirman que la abdicación del Rey es una apuesta deliberada por una renovación que impulse las reformas necesarias en España. Se trataría, en suma, de hacer posible la incorporación de las nuevas generaciones de españoles a la responsabilidad de dirigir el país. ¿Quién podría estar en desacuerdo con esta proposición? Pero recordemos que la autoridad moral del Rey derivaba de su papel impulsor de la democracia en los inicios de la Transición y del de salvaguarda de la misma durante la noche del golpe de Estado. Todos los poderes políticos que le transmitió Franco, los transfirió a través de la Constitución de 1978 a las instituciones democráticas y al Gobierno salido de las urnas. Su papel quedaba reducido a la función moderadora y a la representación simbólica. Felipe VI no va a tener ninguna otra competencia como las que se le están atribuyendo para renovar o regenerar el sistema político; entre otras cosas, porque va a ser su más egregio representante. Tendría autoridad moral para hacerlo en el caso de un referéndum favorable a la monarquía. Por mucho que insista El País, la sucesión en la Corona no se hace con normalidad porque el país está en un contexto de crisis institucional y de desgaste político que afecta al conjunto del sistema. Y las palabras que puedan pronunciarse en la sesión de proclamación puede que atiendan al compromiso con los derechos constitucionales, pero el reconocimiento expreso de la soberanía del pueblo como fuente de toda legitimidad que se reclama al futuro rey, colisiona de forma abrupta con el veto del poder a que los ciudadanos puedan expresarse libremente sobre la forma de Estado que desean.