Perdonen que no vibre con la llegada al trono de Felipe VI en virtud de una Constitución que establece la ventaja de los hombres sobre las mujeres. No sé cómo explicará el futuro monarca a sus hijas que pasó por encima de sus hermanas por una mera cuestión de cromosomas, si recurrirá a la sabiduría de Cañete, que tan buenos resultados electorales ha dado al PP, o buscará a uno de esos preceptores de empaque que se lo envuelva con un lazo diplomático. La Carta Magna, dicen como quien cuenta algo gracioso, tuvo muchos padres y ninguna madre. Así salió. No existe vida en la naturaleza que nazca de la coyunda de muchos señores, de modo que cabe calificarla de engendro según la definición del diccionario. Un engendro que goza de numerosos partidarios entre quienes han prosperado a su sombra durante más de tres décadas, y que le tienen fobia al trabajo que costaría enhebrar la alernativa. Una ley suprema que a día de hoy mantiene en la línea de sucesión a la jefatura del Estado en el nada desdeñable puesto número seis a Cristina, la hermana del futuro monarca imputada en un caso de presunta corrupción con dinero público.

Pero no quiero mentir. Tampoco me emocionaría la proclamación de Felipe VI con una Constitución que no consagrara el machismo. Simplemente, no me gusta el sistema de organización llamado monarquía, una rémora sostenida por la inercia y las revistas del corazón. Pienso que estamos más que preparados para probar otra cosa. Como quien hereda la monstruosa vitrina de la bisabuela y la sufre ocupando medio comedor y se queda sin espacio para que jueguen los niños (y las niñas). En algún momento habrá que distinguir entre antigüedad y antigualla, hacerla astillas y respirar hondo pensando: "jo, qué grande es esta habitación, no me había dado cuenta". Quiero decir que no participo en ese supuesto consenso sobre que Felipe VI representa una "renovación" y "aire fresco", no veo dónde estará la diferencia entre su reinado, el de su progenitor o el de Alfonso XII en relación a la completa soberanía nuestra y la capacidad de decidir que nos han mermado. Tampoco el beneficio que nos reportará la preparación del hijo, contra el carisma del padre. Y además me da igual: entre sus derechos dinásticos y mi derecho a elegir, me quedo con el segundo siempre.

Abdicar, además, es un verbo que yo no conjugo. Ni el rey Juan Carlos hubiera debido, y menos con esa sensación de prisa e improvisación. Se van agotados y agobiados por sus cuitas y sus errores los presidentes de las repúblicas, o los echan los votantes a través de las urnas. No se puede tener lo bueno de trono, las cacerías y el jabón cortesano, y lo mejor del cargo electo, la posibilidad de abandonar los deberes cuando las cosas se ponen feas. No se deja por las buenas de ser rey, ni tampoco de ser republicano, espero que lo comprendan quienes tratan de eliminar de la calle el debate sobre las fórmulas del estado diciendo que no toca, que la sociedad no está madura. Porque lo está. Esta sociedad que no se ha rendido ante el paro, los recortes de derechos civiles y los comportamientos deplorables de quienes les gobiernan podría perfecta y civilizadamente votar la continuidad o no de la monarquía, y acatar el resultado para el lado que salga. Aunque bueno, una opción mucho más fácil consiste en dejarlo correr rápido, limpio y envuelto en armiño, y encomendarse al Mundial de Fútbol que volverá a llenar los balcones de este reino de esas banderitas tan monas.