Ayer irrumpió por por sorpresa la noticia mejor guardada, que el Rey estaba rumiando al parecer desde enero: el presidente del Gobierno anunciaba por sorpresa la voluntad de abdicar del jefe del Estado, quien considera que ha llegado el momento de depositar la Corona en manos de su hijo Felipe, el príncipe de Asturias.

Don Juan Carlos tiene 76 años „nació el 5 de enero de 1938„ y, tras diversas dolencias e intervenciones quirúrgicas, hoy se encuentra „parece„ plenamente recuperado, evidencia que, curiosamente, había desplazado en los últimos tiempos las especulaciones sobre su retirada. Recientemente, había reabierto su agenda exterior, y acaba de girar varias visitas a Oriente Próximo al frente de delegaciones comerciales españolas. También se manejaba la posibilidad de que decidiera desempeñar un papel activo en la resolución del problema catalán. Todo indicaba, en fin, que el monarca había recuperado la normalidad de su desempeño.

Sin embargo, el Rey ha debido tener conciencia de que sus esfuerzos estaban dando pobres resultados, en un marco político que evoluciona con rapidez hacia derroteros desconocidos: las elecciones del 25M han señalado el declive del bipartidismo y la eclosión de un sistema nuevo de fuerzas, en el que hay actores claramente republicanos que, como cabía esperar, se pusieron desde ayer a reclamar un referéndum sobre la forma de Estado. Y estas evidencias explican, como maniestó ayer el propio Rey en su breve alocución, que se produzca también en la jefatura del Estado la renovación generacional.

Está, además, abierto en canal el problema de Cataluña. España se enfrenta a una dramática ruptura, cuya evitación requiere un derroche de energías y de inteligencia, y es posible que el rejuvenecimiento y la actualización de la Corona que representa la puesta en marcha de la sucesión dinástica facilite la búsqueda de cauces de debate, de diálogo y de concordia. Don Felipe lleva mucho tiempo pulsando sobre el terreno la situación catalana. Y es posible que el joven futuro rey sea capaz de desempeñar un papel mediador y lenitivo en este asunto que don Juan Carlos tendría dificultades en asumir.

No es éste el momento de hacer balances históricos todavía, pero es inevitable volver la vista atrás para repasar mentalmente en un suspiro la ejecutoria de quien recibió de manos del autócrata una dictadura y consiguió liderar un brillante proceso de cambio que nos ha traído hasta aquí. No cabe duda de que la institución monárquica, muy personalizada en su titular, ha sido un factor de estabilidad, un vector de formación de una imagen moderna de España y un agente diplomático insustituible en el contexto internacional. Sus errores postreros han comprometido este legado, pero pueden quedar minimizados si el proceso sucesorio desemboca, como todos deseamos, en una fecunda reconstrucción de los mimbres constitucionales de la monarquía, vieja institución que perdurará mientras acredite ser útil, en el más amplio sentido, para los ciudadanos. Es decir, mientras preste servicio con generosidad, no genere conflictos y sea sostenible.

Don Felipe imprimirá a su función un sentido más "profesional" y por lo tanto menos emotivo y sentimental que el que otorgó a su ejecutoria su ilustre predecesor. Tiene una evidente vocación de servicio, una preparación intensa y plenamente adecuada y un conocimiento profundo de la realidad sobre la que deberá actuar. Su suerte será la de todos nosotros, que en esta hora de zozobra esencial „Cataluña está levantisca y airada„ y de salida de una crisis que ha dejado postrada y exhausta a demasiada gente, necesitamos todos los apoyos disponibles para salir de esta encrucijada histórica y regresar a los carriles de la convivencia y la prosperidad.