¿La austeridad trajo los fascismos? La cuestión ha aparecido en la precampaña electoral, ya que es un axioma recurrente desde hace años. Al respecto hay visiones enfrentadas. Se señala en defensa de la tesis que el ajuste económico fue la causa de la desesperación popular que llevó a Hitler al poder. No fue la hiperinflación, como se señala con frecuencia, sino la deflación que siguió a las reformas para detenerla. O mejor, la combinación de ambas: la hiperinflación destruyó los ahorros monetarios de amplias capas no propietarias de la población, mientras que la deflación ralentizó el ritmo de la economía en un contexto internacional marcado por la Gran Depresión.

Pero en contra de las tesis que vinculan austeridad y fascismo, sus detractores exhiben el caso de Italia, donde Mussolini accedió al gobierno en 1922, bastante antes del crash, y en cuanto se sintió bastante fuerte emprendió una gran consolidación fiscal para atajar la crisis presupuestaria que los gobiernos anteriores no habían sabido solucionar, y la acompañó de la represión política y social convenientes para que las izquierdas obreristas no se quejaran. Ergo, según esta visión, no fue la austeridad la que trajo el fascismo, sino lo contrario.

Lo que no se discute es que en ambos casos existía una crisis institucional que transmitía la percepción de falta de gobierno en una era bastante movida y socialmente agitada, con la Primera Guerra Mundial reciente, la Revolución de Octubre alimentando las esperanzas de sindicatos y partidos de izquierda, y las clases medias (incluyendo en ellas a cualquier empleado con capacidad de hacer unos ahorros) inquietas y asustadas como siempre que las cosas se mueven demasiado. Sería pues la incapacidad de la democracia liberal para emanar seguridad la que habría abierto las puertas a los que se presentaban como "gobiernos fuertes".

Otra cuestión es si tales consideraciones arrojan alguna luz a la situación presente, 92 años después de la Marcha sobre Roma que llevó a Mussolini al poder. Tal vez sean demasiados años y hayan sucedido demasiadas cosas, demasiados cambios, para atrevernos a trazar analogías directas y para debatir la situación actual por la vía indirecta de discutir sobre el pasado.

Es cierto que los gobiernos europeos están o han estado aplicando políticas de austeridad para compensar la caída de ingresos fiscales asociada a la profunda recesión y, en una parte del continente, al estallido de las burbujas de deuda. Y es cierto que en los países donde la austeridad persiste, los partidos de extrema derecha o de derecha extrema notan un espectacular avance en sus expectativas de voto, que se va a reflejar en las elecciones al Parlamento Europeo, donde puede darse la paradoja de que la cámara con más poder de su historia sea la que tenga a más antieuropeístas dentro.

Pero la novedad radica en que esta derecha ha encontrado el chivo expiatorio de las desgracias nacionales no en la democracia liberal, sino en la interferencia europea, y vende la idea de que "nosotros solos lo haríamos mejor". Es decir: sin el Banco Central Europeo dictando la política monetaria, sin la Comisión vigilando los presupuestos, sin la divisa común impidiendo devaluaciones competitivas y sin Angela Merkel mandando en todo ello sin que nadie, salvo los alemanes, la haya elegido. El "vámonos" es la consigna, y funciona porque nada es más gratificante que poder acusar a otro de nuestras desgracias, y así eludir la responsabilidad propia. Deberemos admitir que a todo ello han contribuido poderosamente los gobernantes de todos los colores que han justificado cada decisión desagradable con el sonsonete "Europa así lo manda y queremos estar en ella", lo que lleva de forma natural a la pregunta: "¿Y para qué vamos a estar si nos manda esto?".