Enero de 2015. Apenas han transcurrido dos meses desde que Artur Mas disolvió el Parlamento de Cataluña ante la imposibilidad legal de celebrar el referéndum y convocó elecciones. El resultado, apuntado por las encuestas, fue el esperado: CiU, muy debilitada, perdió casi un tercio de sus diputados, mientras que ERC se encaramaba hasta la cincuentena. PSC y PP se sumieron en la irrelevancia, obteniendo menos de quince escaños, al tiempo que Ciutadans, sobrepasando las estimaciones más optimistas, llegaba a la veintena. La sesión constitutiva de la nueva Cámara legislativa ha concitado la atención de toda España. Ahí es nada: ERC es el partido mayoritario. Rápidamente ha pactado con CIU, que, por fin, se ha desembarazo del incordio de Durán Lleida, la presidencia del Parlament, que recae en un convergente nítidamente independentista, y la fecha de la investidura del líder de Esquerra, Oriol Junqueras, como presidente de la Generalitat.

A mediados de enero, se celebra el pleno de investidura. Máxima expectación. Pere Navarro, líder del PSC, y Alicia Sánchez Camacho, presidenta del PP catalán, están cariacontecidos. Puede que no duren mucho en sus cargos. Ambos partidos han convocado congresos para analizar el estrepitoso fracaso. Además, se aproximan las elecciones municipales, autonómicas y las generales. Populares y socialistas no pueden seguir en semejante postración. Por contra, Albert Rivera aparece exultante. Dicen que está meditando seriamente presentarse a las elecciones generales. En Madrid se da por hecho, lo que tiene preocupada a UPyD, que en Cataluña sigue siendo extraparlamentaria, y especialmente a su líderesa, Rosa Díez, que no quiere ni oir hablar de Rivera.

Se inicia la sesión de investidura. El candidato toma la palabra y deja estupefactos a casi todos, especialmente a los medios de comunicación de Madrid: anuncia que su programa de gobierno, para el que dispone de una holgadísima mayoría parlamentaria: ERC, CiU, parte de Iniciativa y las CUP, se sintetiza en una única palabra: independencia. La ovación en el Parlament por parte de los diputados soberanistas es indescriptible. En las bancadas socialista, popular y de Ciutadans caras largas, gestos de contrariedad, una indisimulada perplejidad. No pueden creerse que los acontecimientos estén precipitándose tan rápidamente. Contaban con unas semanas para preparar estrategias. Se dan cuenta de que no disponen de tiempo.

Se inicia el debate, bronco, duro, sin concesiones, con descalificaciones de ida y vuelta. La quiebra institucional y política se dibuja nítidamente. No hay forma de hallar puntos de encuentro. El presidente de la Cámara deja hacer. La sesión concluye con la sensación de que al día siguiente se llegará al punto de no retorno, a la definitiva colisión con el Estado.

Pero no; no será al día siguiente, puesto que el nuevo presidente de Cataluña, sin aguardar a que su nombramiento sea efectivo y sancionado por el jefe del Estado, el rey Juan Carlos, acompañado del presidente saliente, Artur Mas, se dirige apresuradamente el palacio de la Generalitat. La calle está abarrotada. Son miles los ciudadanos eufóricos, enarbolando banderas esteladas, los que aguardan la comparecencia, en el balcón, de Junqueras. Este se hace esperar unos minutos. En el palacio hay nervios y consultas de última hora. Se quiere que todo esté perfectamente dispuesto. Los mossos d´Esquadra, la policía autonómica catalana, sobre la que en las últimas semanas se ha especulado si acatará determinadas órdenes del nuevo presidente, le recibe presentando armas. Junqueras se encierra en un despacho con Mas para, a continuación, salir juntos al balcón. Cogidos de la manos.

En la plaza se hace un silencio expectante. Junqueras habla de los trescientos años transcurridos desde 1714. Rememora los acontecimientos históricos que han impedido una y otra vez la plenitud de Cataluña como nación, cegándole su plenitud como estado libre y soberano. Cita a Lluís Companys, entregado por los nazis a Franco y fusilado por orden del dictador tras una farsa de consejo de guerra. Se refiere a Josep Tarradellas y Jordi Pujol para concluir con un panegírico de Artur Mas. Ni se acuerda de José Montilla.

Llega el momento culminante. Junqueras marca una larga pausa y exclama: "Solemnemente proclamo en este momento, investido con la suprema autoridad democrática que me han dado los ciudadanos a través de las urnas, después de haber sido elegido por nuestro Parlamento, la independencia de Cataluña. Viva Cataluña libre, soberana e independiente". Es izada la estelada y arriada la bandera española. El entusiasmo se hace indescriptible. Una multitud se encamina hacia la plaza de Cataluña para celebrar la soñada, la anhelada independencia.

Al mismo tiempo, en el palacio de la Moncloa, el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, se traslada a la Zarzuela, donde se reúne un Gabinete de crisis presidido por el rey Juan Carlos. Previamente, ha telefoneado al líder de la oposición socialista, Pérez Rubalcaba, quien se ha puesto a su disposición. Se da por seguro que se procederá a suspender la autonomía catalana y perseguir judicialmente a Junqueras. ¿Y después, qué?