Cuando ustedes lean estas letras, habrán pasado un día desde su escritura, pero es que además será el mismo día de la Huelga General en España. Ayer mismo. Puede que lo mejor hubiera sido una reflexión sobre la naturaleza de tal convocatoria, pero resulta inútil perder el tiempo en una tarea que, ya, carece de tiempo y lugar: a estas alturas, todos mis lectores habrán decidido si participan o no en este movimiento cívico, político y económico en un momento verdaderamente límite de nuestra reciente historia, cuando parece que todos los demonios caen sobre nosotros con sus tristezas, sin piedad y entre legislaciones que cada día que pasa nos sumen más y más en el desconcierto y en la desesperación. El cuerpo me pide otra cosa, y seguramente ustedes me comprenderás y, además, entenderán.

El suicidio (que también podría denominarse homicidio indirecto) de Amaya Egaña en Baracaldo, es uno de los acontecimientos, en muchos años, que me ha consternado en mayor profundidad. Llevaba días siguiéndole la pista a los desahucios y a sus correspondientes desalojados, entre el furor de los protagonistas y de sus propios vecinos, pero ante el suicido de Amaya, caí en la cuenta de que me aproximaba a este drama como algo más teórico que práxico, más lejano que cercano, más ajeno que propio. Hasta que el rostro vital y sonriente de una mujer todavía joven, querida por sus gentes y en su momento servidora del pueblo, ese rostro, reproducido a posteriori en los medios, pertenecía ya a una muerta que se había lanzado por su balcón ante la llegada de los ejecutores de su propio desahucio. En otras palabras, todo este asunto de la hipotecas venidas a menos, acababa en una mujer muerta por suicidio, es decir, por desesperación. Ni más ni menos. Este asunto de los desahucios provocaba cadáveres reales, concretos, visualizados antes y después del golpetazo en el suelo, plas.

Días antes, cuatro jóvenes morían por asfixia en una macrofiesta en Madrid. Menuda contradicción. En un caso, la víctima moría hundida en la miseria moral por vergüenza, por incapacidad, por desesperación. Pero en el otro, las jóvenes víctimas llegaban a su final tras unas horas de risas, de alcohol, de amigos, de optimismo, de todo eso que vemos en las películas como instantes recomendados para olvidarnos de la realidad. Ésta es la maravillosa sociedad que hemos seguimos montando: a lomos del dinero sucio del todo o medio sucio, organizador para desatascarnos de malos pensamientos, música va y viene por obra y gracia de un pinchadiscos que salta hasta la extenuación, y junto a tanto jolgorio el abandono de la propia casa a medio pagar y la marcha a casa de los padres o de los amigos o quién sabe a dónde. Una sociedad donde estamos organizados para divertirnos mientas tantas amayas se tiran del balcón, desesperadas. Y el tiovivo sigue y sigue y sigue como si tal cosa. Y mientras tanto, una alcaldesa se marcha a descansar a Portugal€, si bien lleva en el corazón a las cuatro jóvenes muertas. Y nosotros a lo que salga. Mala suerte, Amaya y chicas consiguientes. Mala suerte.

Con este marrón en las manos, siento una vergüenza infinita. Comprendo que no soy corresponsable directamente de nada de todo esto, pero sí que participo en el montaje y en el mantenimiento de la sociedad que lo procura, como ciudadano que soy, como votante que soy, como creyente que soy. Porque todo esto es una pedrada al rostro de las fallecidas, por mucha responsabilidad que tengan, y no menos una pedrada al rostro de Dios, que nos regaló este mundo para que lo hiciéramos habitable y solidario. El problema no es cómo hablar de Dios después de Auschwitz sino cómo hablar de nosotros, hombres y mujeres de este mundo, después de lo que hemos levantado responsablemente, culpablemente, homicidamente. Porque no vale distanciarse de las jóvenes muertas y del suicidio de Amaya: las cinco son parte de nosotros, sus conciudadanos. Y sin embargo, como decía en el anterior artículo, no deben obnubilarnos el conjunto de nuestra sociedad, porque a la vez hay un montón de gente buenísima que permite que tal sociedad resista nuestro egoísmo.

Puntas del iceberg español. Ese iceberg enterito que llamamos crisis, y que en definitiva es un crack de valores elementales, dominados por el maldito dinero. No sé qué decirles sobre la huelga de ayer. Porque tengo la percepción de que el enorme y profundo iceberg seguirá navegando de forma imponente con huelga o sin ella. Más importante es solidarizarse con los demás de forma práctica, no sea que de tanto gritar nos quedemos sordos. Mientras la orquesta de los más poderosos suena sin parar. Y en la calla de Baracaldo, todavía están las manchas de la sangre de Amaya, la suicida por desahucio. Hay que ver.