Si dejar de escribir es más difícil que dejar de fumar, dejar de escribir y de fumar al mismo tiempo resulta imposible. Mejor hacerlo por orden. Primero se abandona la escritura, cuyo mono se puede combatir fumando más de lo habitual, y luego, cuando ya te has deshabituado, dejas el tabaco. ¿Qué viene después? No sé, tú veras, pero seguro que otro modo de autodestrucción. Quizá el deporte, la dieta mediterránea, los ansiolíticos, los antidepresivos o el alcohol. Al final todo te conduce al mismo sitio. Philip Roth, el célebre novelista norteamericano, acaba de anunciar (o de denunciar, no sé) que deja de escribir. Creo que ya había dejado de fumar (se le notaba en que sacaba muchas novelas), pero la decisión de dejar el tabaco no la anunció públicamente. De cada diez anuncios públicos, ocho son mentira. Lo más probable es que no sea Roth el que se haya quitado de la escritura, sino la escritura la que se ha quitado de él.

La escritura, como en el cuplé de Sara Montiel, nos fuma lentamente mientras espera al hombre o a la mujer de sus sueños. Cuando da con Tolstoi o con Virginia Woolf nos deja tirados. A veces vuelve, como el novio o la novia que echan una canita al aire. Pero tampoco es raro que te abandone para siempre. Cuando la escritura te deja, crees que puedes refugiarte en la lectura. Pero la lectura también es muy voluble. Hay temporadas en las que no das con un solo libro que te guste. Una vez más, no es que no te gusten, sino que tú no les gustas a ellos. Lo peor que le puede ocurrir a alguien que ha sido abandonado por la escritura y que ha dejado el tabaco, es que salga por la puerta la lectura.

-¿Qué haces?

-La maleta. Me voy a casa de mis padres.

Una de las veces en las que la lectura me abandonó se fue a casa de mis padres, que, ya de mayores, se pusieron a leer como locos.

-Pero si no habéis leído nunca -les decía yo.

-Pues ahora nos ha dado por ahí -decían ellos.

En mi testamento vital he incluido que cuando la escritura y la lectura me abandonen, me desenchufen también el oxígeno. Philip Roth, en cambio, no parecía especialmente disgustado.