Fue mucha la gente que salió la a la calle el pasado 15 de octubre. Y ha sido muy escasa la repercusión en los medios de comunicación. Si esta acción hubiera sido protagonizada por una formación política o sindical y hubiera tenido el mismo grado de seguimiento, posiblemente los más sesudos de los politólogos hubieran resaltado la necesidad democrática de considerar y tomarse en serio sus demandas. El problema es que las demandas de los indignados van en un sentido opuesto a los intereses de la clase política y demás actores del poder en el país; y posiblemente parejas a las que son –según el CIS– la preocupación máxima de los españoles después del paro y la situación económica: esa misma clase política. Es cierto, como declaraba esta semana pasada Zygmunt Bauman, que el 15M es más la expresión de una emoción que el desarrollo de un plan racional. Pero es que la clase política tiene atornillado de tal manera el sistema político -la última reforma electoral, aprobada casi en secreto y sin ninguna repercusión en la opinión pública, obstaculiza aún más la presencia de competidores- que no existe ninguna posibilidad de expresar el descontento social más que a través de estas explosiones periódicas que no pueden condensarse en un proyecto concreto porque son gentes de todas las ideologías –quizá las que siguen con más atención la esfera de lo público– las que en ellas toman parte. Asistí a la del sábado y sí vi algún antisistema y algunas banderas comunistas pero me pareció que la inmensa mayoría de los presentes era de lo más normal. Pronto vendrán las descalificaciones de la clase política. La primera que se me ocurre es contrastar la legitimidad de las elecciones con la de la calle. Es la que seguirán proclamando, defendiéndose de un público que nunca va a estar en el ring pero que no va a parar de gritar tongo y de reclamar la devolución del dinero. Ninguno de los dos boxeadores conchabados es capaz de sacar a la calle por sí solo a la cantidad de ciudadanos que se manifestaron el 15 de octubre.

La reacción más agria, como corresponde al personaje, ha sido la del ex presidente del gobierno, José María Aznar. Ha dicho que considera al Movimiento 15M como "extrema izquierda marginal antisistema" que viene a ser la traducción al lenguaje político del calificativo más castizo con el que la derechona madrileña ha obsequiado al seguidor de esta movida: "perro flauta". Que el locuaz y resentido contra el mundo ex presidente se pronuncie sobre todo lo humano y divino, en España y fuera de ella, es costumbre asaz frecuente. Que lo haga como si fuera depositario de las más excelsas virtudes que puedan adornar la trayectoria de un político es menos evidente. Debería ser más moderado, cualquier ciudadano podría echarle en cara que cebara la burbuja inmobiliaria, causa de alguna de nuestras mayores desgracias, que nos hiciera entrar en una guerra ilegal como la de Irak utilizando la mentira compartida con su amigo Bush de las armas de destrucción masiva, que utilizara el patrimonio de todos para el uso privativo de la boda de su hija, a la que asistían los rufianes del caso Gürtel como especiales invitados, relacionados con su yerno Agag; en fin, que pretendiera –con vergonzosa manipulación electoral que se le volvió en contra– disfrazar como atentado de ETA lo que no era sino el más grave atentado islamista en Europa, relacionado por muchos ciudadanos con nuestra entrada en la guerra de Irak. Sus declaraciones son expresión bien de ceguera, bien de cinismo. Si son de ceguera, reflejan el aislamiento de buena parte de la clase política respecto de la situación de la ciudadanía, como si vivieran en una burbuja de realidad virtual. Solo así se explica tanto desconocimiento de la realidad. Los manifestantes no están en contra de la democracia, están en contra de este funcionamiento de la democracia. Están en contra de que el poder sea ejercido por unas burocracias endogámicas y clientelistas que sólo atienden a la permanente autosatisfacción de sus necesidades y de su codicia. El mismo señor Aznar, en función de su paso por el poder y de la interrelación entre el poder político y el poder económico y mediático, ingresa anualmente 175.000 euros como consejero de Murdoch –el magnate de las escuchas ilegales–, 200.000 más como consejero de Endesa –puede llegar a 300.000 según objetivos– y una pensión vitalicia que sale de nuestros impuestos en torno a los 75.000 euros anuales. En total, más de 500.000 euros, unos 80 millones anuales de las antiguas pesetas. Vive en otro mundo, el que le ha proporcionado la política que deploran los indignados.

Si no son fruto de su ceguera, entonces no pueden ser sino resultado del cinismo de una clase política perfectamente consciente de sus privilegios y que por nada del mundo está dispuesta a renunciar a ellos. Rajoy ve al 15M como un engorro ahora que ya está paladeando la victoria; Rubalcaba, como una oportunidad para salvar algo del naufragio. Una Constitución blindada contra cualquier cambio que no sea aprobado por ellos mismos les asegura un futuro tan placentero, al menos, como el de los gestores -por llamarles de alguna manera- que han llevado a la ruina a las cajas de ahorro y que con dinero de nuestros impuestos vamos a sufragar. Sea ceguera, sea cinismo, antes que renunciar a su chollo van a llevar al país al borde del abismo. Si no fuera así, ¿cómo explicar tal ofuscación en mantener el statu quo?