Esta semana me han impresionado dos nombres. Uno ocupó todas las primeras planas: el de la política Aung San Suu Kyi. El otro es un compositor de música clásica y también de bandas sonoras: Ángel Larramendi. A Suu Kyi la conocemos desde hace más de veinte años, y no precisamente por aparecer en los foros internacionales. Su nombre es más bien el de una ausencia: de esos veinte años se ha pasado quince recluida en su casa por orden del poder militar que gobierna su país, Myanmar. Ahora las autoridades la dejan en libertad. No es la primera vez. Y tampoco sería una novedad que dentro de unos días, o de unos meses, una nueva orden volviera a encerrarla en su casa, un reducido mundo que a estas alturas quizá le resulte más real que ese otro que se extiende más allá de las tapias de su jardín. El sonriente rostro de Suu Kyi es ya el de una mujer madura; su delgado cuerpo de apariencia frágil, todo un símbolo de resistencia pacífica. Ojalá el peso de tantos sueños depositados en ella no acabe por quebrantarlo como no han conseguido hacer estos tres lustros de cárcel doméstica.

Por otro lado, hasta hace poco he de confesar que no tenía ni idea de quién era Ángel Larramendi. Ahora sé que ha puesto música a varias renombradas películas españolas de las últimas décadas, entre ellas Tasio y la cinta que el escritor Ray Loriga dirigió sobre los años juveniles de Santa Teresa de Jesús. Este conocimiento me llegó a través de una entrevista radiofónica, pero lo que de verdad me sorprendió fue su respuesta a una pregunta que nada tenía que ver con sus obras musicales. No sé si por su simple condición de vasco, el entrevistador quiso saber qué música le pondría al final de ETA. Tras unos instantes de titubeo, Larramendi dijo que no lo sabía, pero que sí sabía cómo sonaba ETA. Y contó que un primo suyo que vivía cerca de él sufrió un atentado; entonces fue a su casa y tuvo que llamar con los pies, porque las manos las tenía heridas. Esos golpes, el ruido de esa llamada a la puerta, eran su banda sonora.

Añadía el músico que lo más extraño y sobrecogedor de aquel momento fue la conciencia de que la vida seguía su curso. De pronto el caos se instalaba en su familia de puertas adentro, pero al mismo tiempo se oía a la vecina recoger la ropa en la casa de al lado. Cuántas veces, en días de dolor, se experimenta esa extrañeza al ver que el sol sigue brillando, que la gente camina por la calle enfrascada en sus cosas... Hace semanas que oímos hablar del inminente final de ETA en tono cauto o triunfal. No sé en qué quedará el asunto, pero cuántos años de fracturas sin sentido, cuántos instantes paralizados entre sombra y sangre en medio del discurrir de la vida. Qué difícil certeza la de que a tu alrededor flota el cieno invisible del odio, dispuesto cada minuto a tomar la forma de la muerte.