Acabamos de recibir la visita del Papa, un esfuerzo para acercar su Dios a nuestro país. Un país que, al parecer, le está dando la espalda.

Se dice que este papa es un intelectual esforzado en racionalizar la fe. Un esfuerzo vano, porque las creencias inapelables no sirven. Decía mi catecismo que tener fe es creer en lo que no vemos; una definición más moderna diría que es creer en lo imposible y, puestos al caso, daría igual creer en una cosa o en su contraria, daría igual creer en un dios uno y trino, que en otro uno y quíntuple.

Con un poco más de consistencia, hay argumentos a favor y en contra de la Iglesia. Por ejemplo, el mensaje de Jesús, es un regalo a la humanidad. Pero, para empezar, su originalidad es discutible. Históricamente, fue un revolucionario, pero mucho más como zelote, como patriota popular, que por la novedad de sus ideas, que ya eran antiguas en aquel tiempo. Las buenas ideas –el "trata a los demás como quisieras ser tratado"- están siempre en el aire, en muchos lugares y épocas. No hay mucha diferencia entre Jesús, Aristóteles, Zoroastro o Buda. Unas religiones se extinguieron y otras prosperaron, pero por razones que tienen poco que ver con la doctrina. Hoy, la doctrina de la próspera Iglesia tiene poco que ver con la que predican los evangelios.

Otro mérito atribuido a la Iglesia, es el de aquellos hombres y mujeres que consagran su vida a ayudar al prójimo. Pero este mérito tiene poco que ver con la religión. Sin ser religiosos, muchos otros seres humanos son tan santos como los misioneros. No es necesario hacer el bien "por amor de Dios"; basta hacerlo por amor al prójimo, sin mezclar en el negocio a un ser que –los periódicos lo muestran cada día– se preocupa poco del sufrimiento, la injusticia y la pobreza.

Por contra, se habla mucho de la sangrienta y avariciosa historia de la Iglesia. Nos asombramos de que un sanguinario dictador consiga el perdón y el paraíso porque tuvo la suerte de morir en la cama. En cambio, un pobre hombre que muere porque le cae una teja en la cabeza, fácilmente queda condenado para toda la eternidad ¿Es posible defender un Dios tan injusto?

El absurdo tiene una razón mezquina. Durante siglos, en el lecho de muerte no sólo había confesión. El perdón dependía del testamento; era obligatorio dejar un legado a la Iglesia, El lugar reservado en el otro mundo sería tanto mejor cuanto más generoso hubiera sido el moribundo. Así se hizo rica la Iglesia, convirtiendo a Dios en un vendedor de bienes inmateriales pagados con dineros muy materiales.

Muchos quieren que se olvide el pasado: dicen que no lo podemos juzgar con la mentalidad de hoy. Pero este argumento es perverso. Según Ratzinger el infierno y el demonio existen, lo que es un retorno al viejo Zoroastrismo, un antepasado del cristianismo. Es decir, Ratzinger utiliza el más vetusto pasado para juzgar la mentalidad de hoy. Y encima, se contradice, porque con esto invoca el relativismo moral que tanto odia, para juzgar el comportamiento de aquellos tiempos. Pero no lo permite para justificar el laicismo de hoy.

El otro pecado de la Iglesia es el desprecio a la conciencia individual. Muchos supuestos católicos usan anticonceptivos, han abandonado los sacramentos y reconocen lo lejos que está Iglesia de hoy de la doctrina que se supone que predicó Jesús. Simplemente siguen a su conciencia, se han liberado de la tiranía del pensamiento que la gerontocracia eclesial intenta imponer. En respuesta, la Iglesia invoca la culpa: algo tan hermoso como la libertad sólo puede ser una idea infernal.

El primero de los mandamientos exige amar a Dios. Pero pocas personas lo aman, muchas lo temen y bastantes lo odian, probablemente con razón. Visto como está el mundo, parece difícil amar al Dios responsable de tanto dolor y tanta injusticia. Pero además, el triste mensaje de las autoridades religiosas de hoy, con Ratzinger a la cabeza, no hace más que alejarnos del Dios humanitario que el corazón humano querría conocer.