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El laicismo

El laicismo ha constituido, ya desde sus inicios, el tema central del pontificado de Benedicto XVI. "Europa – afirmaba en Montecassino, siendo todavía cardenal -ha desarrollado una cultura que, de una manera desconocida antes por la humanidad, excluye a Dios de la conciencia pública, ya sea negándole totalmente, ya sea juzgando que su existencia no es demostrable, incierta, y por tanto, perteneciente al ámbito de las decisiones subjetivas, algo de todos modos irrelevante para la vida pública […]. Se nos impone la pregunta de si esta cultura ilustrada laicista es realmente la cultura, descubierta como finalmente universal, capaz de dar una razón común a todos los hombres; una cultura a la que se debería tener acceso por doquier, aunque sobre un humus históricamente y culturalmente diferenciado. Y nos preguntamos también si es verdaderamente completa en sí misma, de modo que no tiene necesidad alguna de raíces fuera de sí." La pregunta primera es qué molesta a Ratzinger del laicismo. Uno diría que dé la espalda a Dios de un modo tan absoluto; o sea, que considere irrelevante la mera posibilidad de una fe o de una cultura religiosa pública. ¿Sucede así en España, donde fe, folclore y política se confunden tan a menudo? Hasta cierto punto sí, al igual que sucede en casi toda Europa, como una derivación más de la cultura ilustrada – con una agresividad, por cierto, desconocida en otros lugares y pienso ahora en los EE UU, por ejemplo. Tocqueville ya habló de ello en su clásico La democracia en América, alertando de la estrecha relación que se da en Europa entre religión y poder. El caso español es todavía más complejo – de hecho, más sombrío – y cualquier lectura que hagamos se encuentra mediatizada por el peso de la historia. Aún así, ¿se puede comparar la sociedad actual – en toda su basculación edénica y buenista - con la II República y los prolegómenos de la Guerra Civil? No. Por tanto, hay que interpretar las palabras de Benedicto XVI o bien desde la mala información o desde la torpeza en la adjetivación y el desacierto en el uso de los ejemplos. Seguramente haya un poco de todo – torpeza y mala información, digo – porque, leídas en su contexto, las declaraciones del Papa no fueron tan contundentes, aunque sí inoportunas y poco matizadas.

El debate de fondo, sin embargo, no se puede soslayar de un modo apresurado. Quizás la pregunta más urgente sea ésta: en la sociedad post ilustrada, ¿qué lugar ocupan las grandes culturas religiosas? Dicho de otra forma ¿un espacio sin presencia pública de Dios es un lugar más justo y libre o, por el contrario, cercenar las raíces religiosas de la cultura supone fragmentar la propia identidad del hombre? En esto recuerdo a menudo unas palabras de la escritora de ascendencia judía Natalia Ginzburg, cuando le preguntaron si estaba de acuerdo con eliminar el crucifijo de las escuelas italianas: "El crucifijo – respondió - no genera ninguna discriminación. Calla. Es la imagen de la revolución cristiana, que ha difundido por el mundo la idea de la igualdad entre los hombres, hasta entonces ausente. La revolución cristiana ha cambiado el mundo. ¿Queremos acaso negar que ha cambiado el mundo?" Ginzburg, por supuesto, sabía de lo que hablaba.

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