Si me dan a elegir yo me quedo con San José, igual que Antonio Gaudí. Me pega que el carpintero cuya figura glosó de pasada el Papa en la reciente consagración de la Sagrada Familia era un buen tipo. Un hombre con mucha personalidad que hace dos mil años no puso problema alguno a sumarse al proyecto de María, que no era otra cosa que lo que hoy llamaríamos una familia monoparental. Un compañero fiable, un moderno. Adoptó a Jesús y vivieron felices los tres. Me cae bien José, que trabajaba con las manos, que puso a buen recaudo a los suyos huyendo de Egipto y a quien no se le debían caer los anillos por compartir las tareas del hogar, fijo. Por algo cuando le preguntaban al arquitecto catalán quién acabaría el gran templo barcelonés si a él no le daba tiempo contestaba: "San José lo hará". No contaba con los sucesivos pontífices y sus cortes de curas, que verían las obras paradas y no se les ocurriría arremangarse. Les debía ver venir. Son de los que tiran los óleos y esperan que aparezcan las monjitas para fregar el suelo de piedra persa. Ah, Irán y España unidas por el destino de las mujeres, de negro de pies a cabeza, veladas, arrodilladas y limpiando. Qué preciosa metáfora de la alianza de civilizaciones.

Cinco millones de parados abonan el país que Benedicto XVI pisó el fin de semana, un detalle en el que el Santo Padre no profundizó, tan ocupado andaba en problemas graves como el laicismo rampante y los peligros de las distintas formas de amarse que practican los españoles. Para justificar que el enorme gasto que supuso su visita salga de nuestros impuestos, se dijo que venía como jefe de Estado. Pero ningún jefe de Estado lanza solamente mensajes morales y críticos con sus anfitriones. Ningún invitado entra en el dormitorio para comentar en voz alta el contenido de los cajones de la mesilla, no parece elegante. Era un viaje de negocios en el que el Papa aprovechó para reafirmar uno de sus principios básicos: la Iglesia no cuenta con la población femenina, la mitad del mundo. Letizia, la Reina, las monjitas con sus bayetas, y una alusión a la "realización" de las mujeres únicamente en la esfera doméstica resumen el interés de Ratzinger por nosotras, pecadoras. Que, siendo sábado y domingo, ya habíamos puesto un par de lavadoras y otras tantas secadoras, ido al híper, pasado la mopa y cocinado y congelado unos cuantos ´tupper´ para toda la semana antes de sentarnos agotadas delante de la tele para escuchar su mensaje clarividente. Y pensar para nuestros adentros "¿quién le debe lavar tan blanco?".

No sé por qué me imagino a San José como un hombre de pocas palabras, más de acción que de pamplinas. Un señor muy singular que supo adaptar su vida a las circunstancias que le tocaron: evolucionar. Un colega para su mujer, sin juicios, sin chismorreo, ni recriminación. Un santo varón generoso cuyo ejemplo, por desgracia, la Iglesia ha perdido sin remedio.