En realidad todos queremos que las cosas nos salgan bien. Nadie busca el fracaso, ni conformarse, ni rebajar sus expectativas en la vida. Lo que pasa es que el fracaso es más común que el éxito y, con los años, aprendemos a no ilusionarnos demasiado, es decir, seguimos aspirando a que la vida nos sonría, pero ponemos menos entusiasmo en el empeño. O, dicho de otra manera, todos en algún momento nos hemos tenido que conformar con algo menos de lo que apuntaban nuestras expectativas.

¿Qué le vamos a hacer? La vida no es perfecta. Así que, tal vez, no resulta demasiado inteligente esperar de las personas que nos rodean y de las cosas que nos atañen una perfección de la que nosotros mismos estamos muy alejados. Hay personas que cultivan una soberbia muy acusada y se sienten, si no perfectos, bien cerca de la perfección. Mejor para ellos: no hay nada como la autoestima bien alta para sentirse realizados. Ahora bien, suelen ser personas de trato difícil, que aceptan muy mal las imperfecciones que ven en los otros, mientras pasan por alto las suyas propias. Supongo que se trata de personas incapaces de entender y, mucho menos aceptar, que es precisamente la imperfección la que nos hace más humanos.

Decía Edgar Allan Poe que no hay belleza física que no contenga algún rasgo imperfecto en sus proporciones. Claro que Poe estaba fascinado con la muerte y, por ejemplo, en cuestión de mujeres, el modelo de belleza física que prefería era la palidez cadavérica. Bien, pasemos por alto sus manías mortuorias tan particulares. La aseveración de Poe sigue siendo válida si la aplicamos a cualquier cosa que juzguemos de un modo más o menos estético.

La imperfección es algo que nos puede atraer y fascinar con mucha más fuerza que la perfección. El orden es una aspiración humana a la que se acercan las matemáticas, que siempre resultan un tanto inhumanas. Las grandes producciones del arte y de la literatura, que salen de lo más profundo de las contradicciones humanas de sus creadores, suelen, en cambio, tener siempre algo de imperfecto. A La Divina Comedia, a Guerra y Paz, a En busca del tiempo perdido, seguramente les sobran páginas. Son laberintos verbales que reflejan el laberinto mental de sus creadores y, por tanto, nos retratan a todos con sus excesos, sus lagunas, sus contradicciones, sus imperfecciones tan humanas. En el Renacimiento italiano hubo artistas que estudiaron hasta la extenuación las leyes de la perspectiva, pero pocos llegaron a expresar la condición humana con tanta fuerza como Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, precisamente porque su genio y su personalidad lo apartaron de seguir obedientemente las leyes que en su época regían cómo debía ser una obra de arte perfecta. ¿Y qué ocurre con las ciudades que nos fascinan? Hay quien se ha enamorado de París o Praga, pero también quien se identifica con ciudades tan ruidosas, caóticas y desordenadas como Lisboa o Roma. Para disfrutar de estas últimas hay que aprender a aceptar que la imperfección puede muy bien ser una cualidad que eleva el interés que nos despiertan las personas, los lugares y las cosas.