Viernes, 27 de junio

De nuevo con los trastos a otra parte, con los libros metidos en cajas, con los muebles apilados, con los cuadros en un rincón. Es la mudanza enésima en una vida que tiene, en eso de mudarse, todo un hábito.

Esta vez será más cómoda, habida cuenta que dispondré de dos meses todavía para dar por cerrada la etapa. Adiós, en todo caso, al apartamento desde el que, cada mañana, el panorama del puerto se convertía en el mejor de los pronósticos meteorológicos.

Como sucede siempre que uno se muda -por más que se hagan listas, se preparen carteras con las cosas importantes, se aparten documentos necesarios- el resultado es un caos. Te das cuenta de que algo imprescindible queda enterrado en el montón de trastos cuando es ya demasiado tarde.

Domingo, 29

A los dos días, no ha aparecido ninguno de los útiles necesarios pero, por contra, tengo las bolsas de mano llenas de objetos que no me sirven de nada en estos momentos, cuando me dispongo a viajar hacia París para intervenir en el primero de los coloquios que, a lo largo de un año, celebrarán el siglo y medio transcurrido desde que Darwin publicó su Origen de las especies.

París es eso, París; poco más hay que añadir a beneficio de quien conozca esa ciudad, y menos aún si se trata de alguien que se la haya perdido. Pero en esta ocasión aparece un aspecto bien novedoso. Llegamos a Orly justo cuando se está jugando la final del fútbol. El partido enfrenta a España y Alemania pero en el atasco habitual del boulevard périphérique abundan los automóviles con banderas rojigualdas. El chófer del taxi, argelino con toda probabilidad, deja claro que él está con España incluso sin haberme oído pronunciar una palabra en castellano. Al día siguiente, intentando encontrar algún diario de nuestro país, los quiosqueros me felicitan a la vez que me tildan de ingenuo: ¿prensa española, hoy? ¡Se agotó de madrugada!

Jamás había visto, ni en París ni en ciudad francesa alguna, semejante pasión por el vecino del sur. Cuando me pregunta alguien qué he ido a hacer a la ciudad de la Luz menciono a Darwin pero me guardo muy mucho de mencionar que este año se celebra en España otra efemérides: la del dos de mayo. No es el momento de recordarlo.

Martes, 1º de julio

Hoy intervengo en el coloquio, que lleva el nombre de "Un autre Darwin". Se trata de husmear en aquella parte del pensamiento del padre del evolucionismo que no tenga que ver de manera estricta con la selección natural. A mi me han asignado el papel de referirme al estudio darwinista del origen del ser humano. El coloquio está lleno de amigos míos, desde Jorge Martínez Contreras a Michael Ruse. También el organizador, Jean Gayon, es viejo amigo, cosa que explica por qué razón se me invitó a intervenir pero no garantiza en absoluto el éxito. Da igual: como he de hablar en inglés, lengua que ignoro, no corro en absoluto el riesgo de que me entienda alguien. Oportunidades así son las que deben apreciarse como oro en paño.

Pero yo soy muy desagradecido y, a poco que puedo, me escapo para patearme París. Intento ver la exposición de Camille Claudel en el museo Rodin -¿dónde, si no?- pero la moda de tener que reservar de antemano la entrada me deja con dos palmos de narices. Aprovecho la oportunidad de que el museo queda al lado mismo del alarde de Les Invalides para acordarme de Napoleón. De su tumba, vamos.

Con los atascos de quienes se manifiestan en contra de la subida de la gasolina; con los bulevares atestados; con los museos tentadores pese a los compromisos pendientes; con lo que sea, París es, ya digo, París. Qué difícil resulta no ser nacionalista, aquí, pero de los de la Marsellesa y la bandera tricolor. Porque pocos lugares hay en los que uno pueda sentirse, de la forma más completa que existe, ciudadano.