Reconozco que estas líneas no tendrían el carácter que tendrán sin haber leído pocos días atrás el artículo de Eduardo Jordá. Y me conmovió la sensibilidad con que estaba trabajado, esa sencillez tan típica de los mejores textos de Jordá, uno de los más recientes colaboradores de nuestro diario como representante de la generación intermedia, junto a José Carlos Llop. En fin, que muchas gracias por proporcionarme la necesaria motivación en fechas tan expectantes.

Resulta que la tarea realizada por Jordá es exactamente igual a la que desarrollaba mi padre durante los años que estuve junto a él en nuestra casa de Palma, hasta que la aventura jesuítica comenzó a mis 17 años. Tarea que permaneció inalterable hasta su muerte y que mi hermana Mercedes conserva religiosamente en su casa madrileña. Permítanme que les cuente, a manera de historia navideña, la que se armaba en mi casa desde una semana antes del nacimiento de Dios en la carne de María, la esposa del Bueno. Una explosión de alegría y de esperanza, mezcladas con cierta dosis de catequesis cristiana que probablemente mi padre no pretendía de forma intencionada. Pero de hecho era así, porque más arde, me pasaba largos ratos ante el belén, casi extasiado, preguntándome cómo sería de verdad todo aquello que habíamos montado con tanta minuciosidad y entusiasmo. Solamente me respondía un enorme silencio, ese silencio que, más tarde, se ha ido llenando de voces no menos misteriosas. Las voces de la Revelación.

Colocábamos el belén en un ángulo de la sala/comedor y la tabla de base tendría metro y medio de largo, por otro de anchura. Con corcho y musgo, recogido en Valldemossa, mi padre organizaba la estructura fundamental, que se continuaba hacia el techo por medio de unas franjas de papel azul moteado de estrellas plateadas, hasta formar eso que solemos llamar con tanta ingenuidad el cielo. En la parte alta de tal estructura, los Magos de Oriente aparecían lejanos al comienzo, pero cada día que pasaba, mi padre los hacía avanzar hacia la cueva, completamente vacía en aquellos momentos. No en vano, los padres y el niño en el seno de María, se distinguían en la parte contraria del belén, caminantes desde Nazaret a la ciudad profética. En medio, casitas, lavanderas, pastores, lo de siempre. Hasta que un buen día, sería hacia 1950, mi padre montó un auténtico río de agua, que hizo las delicias sobre todo de mi hermana, que tendría por entonces unos tres años: tocaba el agua y se reía a pulmón batiente. Y en un momento dado, mi padre nos llevaba un tanto hacía atrás, y decía que el trabajo estaba acabado y que el belén estaba perfecto. Nadie podía tocarlo salvo él mismo, y solamente con una intención: que los Magos y la Familia Santa se acercaran a la cueva. Hasta que la Nochebuena y, más tarde, la noche previa a la Epifanía, los dos grupos se encontraban en la cueva en un momento mágico de tremenda tensión emocional, entre otras razones porque junto al belén aparecían muchos de los regalos también esparcidos por toda la casa.

Como escribe Jordá, es una auténtica maravilla que en tiempos tan burdos como los nuestros, tan vacíos de sentimientos auténticos y de pulsiones excelentes, Dios aparezca sobre las pajas de un pesebre, junto a un buey y una mula, rodeado de pastores que le admiran como su Rey Universal. Es cierto que el texto de Jordá evita introducir elemento alguno religioso en su comentario, pero por mi parte me permito hacerlo puesto que sin tal dimensión trascendente, el belén pierde su auténtica fuerza irreverente y díscola, en palabras muy inteligentes del autor ciado. Fuerza irreverente en un contexto que reverencia estupideces, a las que convierte en dogma. Fuerza díscola, del todo punto díscola, en nuestra sociedad maniatada por mediaciones publicitarias que nos imponen todo de todo. Pensamiento único para muchos hombres y mujeres sin pensamiento previo.

Este artículo aparece el jueves 20 de diciembre, cuatro jornadas antes de la Noche que ojalá sea de Paz y de Dios. ¿No estaría bien recuperar la tradición generosa de belenes, en lugar de llenar nuestras casas de árboles encendidos, bonitos complementos, pero representantes de una modalidad navideña completamente ajena a la nuestra? ¿No estamos ante una catequesis de la fe cristiana indirecta pero de eficacia sorprendente para los más pequeños y no tan pequeños?

Este año, en el minibelén de mi habitación, colocaré la foto de mi padre en un breve cielo de azul intenso, junto a las fotos dominantes de 2007. Siempre lo hago. Será una fotografía de mi padre ya enfermo, sentado en un sillón orejero y en actitud contemplativa. Él me inició en el misterio de belén. Y también lo hizo que, al cabo de los años, una de las pocas realidades que su hijo intenta protagonizar es convertirse en pesebre para que quien guste nazca en él. Y a esto su hijo lo llama caridad. Amor acogedor y gratuito. Navidad.

Desde Madrid, les felicito. Y no duden: monten su belén y disfruten de su esperanzada escenografía. Como nos recomendaba Eduardo Jordá.