Cuando se plantearon las elecciones generales del 2004, el entonces presidente Aznar, ensoberbecido y probablemente amargado por su irreversible decisión de no presentarse a un nuevo mandato, se manifestó reacio a cualquier mudanza del sistema institucional. De ahí que sólo el PSOE presentase en su programa una propuesta en tal sentido, que incluía las siguientes medidas: reforma del Senado, inclusión en la Constitución de la denominación oficial de las Comunidades y Ciudades Autónomas, referencia a la Constitución Europea y reforma de las normas de sucesión en la Jefatura del Estado para adecuarlas al principio de igualdad entre hombre y mujer. Como se ve, una reforma muy discreta y limitada, en la que sólo tenía verdadera entidad la reestructuración de la Cámara Alta.

El desarrollo de tales propuestas fue sometido incluso al Consejo de Estado, que confeccionó un valioso dictamen aprobado en febrero del 2006 con el solo voto en contra de Aznar, quien opinaba entonces (antes de abandonar la institución para dedicarse a sus negocios privados) que no se daban "las condiciones para la reforma constitucional" porque no existía "ni la necesidad jurídica, ni la conveniencia política, ni el consenso entre partidos que requieren este tipo de planteamientos". Era evidentemente opinable la primera parte de este pronunciamiento -la necesidad y la conveniencia- pero no la segunda: por aquellas fechas, era ya manifiesto que la legislatura depararía pocos consensos. No ha habido, por tanto, ni siquiera un intento real de sacar adelante una reforma constitucional que requería una mayoría de tres quintos de cada una de las Cámaras (art. 167 C.E.), sin perjuicio del procedimiento reforzado del art. 168, obligatorio para realizar ciertos cambios. Pero a pesar de ello, y de que en modo alguno se ha reconstituido la relación entre PSOE y PP, Rajoy anunciaba el sábado una nueva propuesta de reforma constitucional que, entre otras cuestiones, pretende garantizar la competencia exclusiva del Estado en determinadas materias esenciales ("la política exterior, la defensa o la seguridad y coordinación de las fuerzas y cuerpos de seguridad", y otras como "las bases de la ordenación de la economía" o "la coordinación de la lucha contra las catástrofes naturales"). Además, quiere Rajoy fortalecer las competencias legislativas del Estado para acometer reformas en determinadas materias como urbanismo, vivienda o inmigración, así como para potenciar la igualdad en materia de aprendizaje del español, recepción de prestaciones sanitarias o distribución de recursos naturales. Asimismo, el PP quiere reformar el TC -mediante magistrados vitalicios- e incrementar las mayorías necesarias para aprobar Estatutos de Autonomía y las leyes que regulan el TC o el CGPJ.

Es difícil no estar de acuerdo en abstracto con buena parte de tales propuestas, que, en términos generales, se encaminan, de un lado, a la tan mentada regeneración democrática y, de otro lado, a contener con mayor o menor sutileza las presiones disgregadoras de los nacionalismos periféricos. Sin embargo, parece hoy muy evidente que el Partido Socialista no apoyaría bastantes de las propuestas que acaba de formular Rajoy, de la misma manera que era impensable que el PP apoyase en la legislatura que concluye la reforma que los socialistas llevaban en su programa electoral. Así las cosas, deberían quizá las grandes fuerzas dejar de realizar brindis al sol en materia constitucional y de enunciar utopías irrealizables precisamente por falta de consenso. Si las dos principales fuerzas maduran y deciden hacer primar los intereses generales y la voluntad de la mayoría con el exigible respeto a las minorías, lo lógico es que opten por sentarse a hablar y a negociar, en vez de seguir proclamando ocurrencias biensonantes pero imposibles.