Cumplido el trámite del pasado lunes, en el que Zapatero y Rajoy se aplicaron con tanto esmero como falta de entusiasmo a su obligación de sellar la unidad frente al terror que se avecina, parece necesario, por razones prácticas de supervivencia y economía de medios, amarrar este nuevo clima, de forma que la política de este país deje de pivotar para siempre en torno a su principal disfunción, el terrorismo.

Si bien se piensa, se llegará fácilmente a la conclusión de que este regreso de ETA a la violencia marca un punto de inflexión en el que el terrorismo ha perdido toda oportunidad de lograr un final negociado como preveía el Pacto de Ajuria Enea o como formalizó el proceso de paz irlandés. En efecto, esta vez el Gobierno de España, sin embozo, ha puesto toda la carne en el asador: estaba dispuesto a facilitar las cosas con la única condición, lógicamente irrenunciable, de que el desarrollo político del fin de ETA sólo fuese negociado por los representantes legítimos de la ciudadanía. Y la organización terrorista no ha estado a la altura. En consecuencia, ningún gobierno volverá a ofrecer el "final dialogado" a la banda criminal. ETA ya sólo puede aspirar a hablar de reinserción y medidas de gracia con el Gobierno español de turno después de haber declarado un alto el fuego definitivo, irreversible y verificable.

Así las cosas, y descartado por tanto cualquier otro ´proceso de paz´ a la vieja usanza, resultaría sencillamente absurdo que los partidos no mantuviesen la más estricta unidad antiterrorista, para lo cual no sería desdeñable la idea de resucitar el Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo de diciembre del 2000, que en teoría sigue en vigor porque no ha sido denunciado por ninguna de las partes, aunque, como es sabido, sólo vincula al PP y al PSOE.

Aquel Pacto por las Libertades, sugerido por Zapatero y aceptado por Aznar, fue la respuesta de los dos grandes partidos al Pacto de Estella, por lo que su preámbulo descalificaba el viaje soberanista del PNV y EA hasta los parajes de la izquierda abertzale y la propia ETA. Hoy, tal planteamiento no tiene sentido, como es obvio, por lo que el preámbulo debería ser desechado en todo caso. La pregunta pertinente es si el articulado del pacto ha de mantenerse en vigor o ha de ser reformado...

Los diez puntos del acuerdo del 2000 tienen hoy pleno sentido, pero es inocultable que la redacción, a veces farragosa, del texto fue pensada precisamente para abordar aquella concreta coyuntura. En consecuencia, si lo que se quiere es formalizar un nuevo acuerdo vinculante, valdría la pena rescribirlo de nuevo. Después de todo, la unidad requerida es un concepto simplicísimo, y actualmente, en las circunstancias actuales, se requerirían escasos matices para consagrarla.

Tanto es así que quizá ni siquiera haga falta un texto orgánico para plasmar el acuerdo de las fuerzas políticas, que mana espontáneamente de la propia realidad. El gesto del PSN-PSOE en Pamplona, perfectamente natural en esta coyuntura, por el que se descarta cualquier aproximación directa o indirecta a Acción Nacionalista Vasca, describe perfectamente el clima sobreentendido que la sociedad democrática exige y que las fuerzas políticas deben decantar ante la brutal amenaza de los extremistas vascos. Así, sin formulaciones solemnes, sería probablemente más fácil mantener la llama de la solidaridad democrática que PP, PSOE y las minorías tienen que preservar encendida en tanto dure la brutal pretensión de que las libertades se inclinen ante el fanatismo de los iluminados que ya traman reconcentradamente las futuras tragedias.