En la tradición literaria occidental la novela es un género relativamente reciente. Surgido a finales del Renacimiento, no se afianza hasta el siglo XIX. Sin embargo, la novela goza hoy de mucho más predicamento entre lectores y críticos que otros géneros mucho más antiguos. Ningún escritor se consolida hasta que no escribe una novela y ésta es valorada positivamente por la crítica y/o consumida vorazmente por los lectores, por mucho que anteriormente haya escrito decenas de libros de ensayo, poesía, viajes, biografías, dramas teatrales, recopilaciones de artículos, o cualquiera de las muchas variantes que ofrece la escritura, libros que suelen pasar tan inadvertidos como el estreno de cualquier película europea en nuestros cines. Por eso tal vez se escriben y hasta se publican tantas novelas malas, por la abundancia de escritores no especialmente dotados para el género novelístico, que tratan, sin embargo, de salir del anonimato dando el salto -salto sin red, para su desgracia y la de los lectores- a la novela, gracias a la cual piensan consagrarse.

Ese formidable e injustificado predicamento del que gozan hoy en día las novelas parece, además, ir unido a la preferencia por lo imaginativo, por la ficción. El novelista que más se admira no es el que declara sacar sus materiales de la realidad -todos lo hacen, aunque la mayoría no lo reconozcan y prefieran disfrazar de imaginación las realidades que nos cuentan-, sino aquel que nos vende "su poderosa capacidad fabuladora", como diría cualquier crítico al uso del último engendro novelístico de alguno de sus amigotes. Parece que una novela carece de calidad o interés si no ha sido "inventada" desde la primera hasta la última página por su autor. Muchos lectores incluso considerarían un fraude lo contrario, sacar abiertamente de la realidad los personajes y las situaciones de la trama. Lo paradójico es que, al mismo tiempo, esos mismos lectores exijan que la invención novelística sea verosímil.

La verosimilitud es la propiedad de parecer real. Pero nada puede parecer verdaderamente real si no está sacado de la vida. El gran novelista es el que tiene la capacidad de la observación y el don de la empatía, de meterse en la piel de los otros. Y es a partir de esos miles de detalles observados que debe salir, para que resulte eficaz, creíble y sorprendente, el destilado que es la materia novelística. Una mente que imagine en el vacío, en el desconocimiento de sus semejantes, puede escribir novelas, por supuesto, -incontables son los narradores que lo hacen-, pero no buenas novelas, textos que transmitan esa inimitable sensación de realidad que sólo ofrecen los grandes novelistas.

Porque en definitiva la mejor novela es la vida misma. Lo que llamamos ficción novelesca no es más que la forma que los buenos novelistas le dan a sus observaciones sobre la realidad, propia o ajena. De la misma forma trabaja un buen memorialista o un buen biógrafo. Incluso las ficciones aparentemente más descabelladas, pongamos el Gregorio Samsa de Kafka convertido en cucaracha, en el fondo, no son más que la construcción de un mito a partir de la observación del ser humano -en el caso de Kafka, la observación de sus brumas y de sus pesadillas más angustiosas-.